Las bandejas del desayuno se acababan de retirar cuando el capitán anunció que iniciábamos el descenso y aterrizaríamos en Helsinki dentro de una hora. Mi esposa Nance y yo habíamos dormido bien en el vuelo desde San Francisco y estábamos deseando que lleguen los próximos días. Con nosotros en el avión viajaban Mark Perlman, un profesor de pintura en la Universidad Estatal de Sonoma, oriundo de Pittsburgh, descendiente de judíos lituanos, y Alek Rapoport, un artista nacido en Ucrania, exiliado en los Estados Unidos. El propósito de nuestro viaje era asistir a las exposiciones de sus pinturas, colectivamente tituladas “Ramas californianas — Raíces rusas”, que se realizarían de manera consecutiva en Moscú y San Petersburgo.
Las invitaciones de Mark y Alek para exponer provinieron de fuentes separadas. Le Chat, una pequeña galería de Moscú, había invitado a Mark a exhibir, y Alek recibió la suya de un museo estatal en San Petersburgo. Como galerista de ambos, se me había encargado la tarea de coordinar la logística para la realización de estas exposiciones, obtener los pasajes, la preparación de la documentación y la financiación para el embalaje, transporte y seguro de la obra. El personal de la galería había trabajado durante meses en el proyecto, intercambiando faxes interminables con los organizadores rusos y enviando solicitudes de financiamiento por doquier. A finales de la primavera de 1993, teníamos asegurado el el transporte de la obra con el generoso apoyo de Finnair y habíamos combinado ambos proyectos en una sola exposición, que se celebraría primero en la Casa Central de Artistas de Moscú y, dos semanas después, en la Sala Central de Exposiciones de Manège de San Petersburgo, dos enormes y prestigiosos centros estatales que regularmente organizaban exposiciones de arte histórico y contemporáneo.
Esta sería la primera visita que Alek haría a Rusia desde su exilio dieciséis años antes. Durante la época soviética, Rapoport había sido una figura clave en los movimientos artísticos no conformistas de Leningrado que se oponían a la estatal Escuela de Realismo Social. Fue miembro fundador del grupo disidente TEV (Asociación de Exposiciones Experimentales) y del colectivo de arte ALEF, actividades que lo habían sometido al escrutinio de la KGB, resultando en la pérdida de su trabajo, arresto domiciliario, y la proscripción de exhibir en el país. Con la vida en Rusia cada vez más insostenible, en 1977 Rapoport aprovechó la “invitación” de la Unión Soviética a los judíos para emigrar y se fue al exilio, viajando a Viena y Roma, donde presentó su solicitud de asilo en la Embajada de los Estados Unidos. Ese año expuso en la Bienal de Venecia en “La Nuova Arte Sovietica – Una prospettiva non-oficial”, una exposición seminal de artistas disidentes soviéticos, comisariada por Enrico Crispolti y Gabriella Moncada, que atrajo gran atención en la prensa internacional. Concedido el estatus de inmigrante por los EE. UU. unos meses después, viajó con su familia a San Francisco. Desde 1984 trabajaba con mi galería y nos habíamos hecho íntimos amigos.
Los cuadros se habían enviado a Moscú con antelación, por lo que fue con la satisfacción de un trabajo realizado que desembarcamos del avión de Finnair para entrar en la sala de tránsito del aeropuerto de Helsinki. Nuestra conexión de Aeroflot a Moscú pronto se anunció y abordamos el viejo Tupolev, encontrando nuestros asientos y abrochándonos los cinturones para el despegue. Pude observar que los asientos llevaban parches con cinta americana en algunos sitios y la alfombra del corredor mostraba un considerable desgasto, aunque habiendo volado otras veces en líneas aéreas del Tercer Mundo, resté importancia a su aspecto desaliñado. Al despegar, sin embargo, se interrumpió mi serenidad. La ventana rápidamente se empañó y la fuerte vibración de los motores provocó que varios tornillos en el mamparo y en los compartimentos superiores se soltaran para caer a nuestros pies. Nance me miró con cejas arqueadas y le di un reconfortante apretón de mano. Nada de que preocuparse, le aseguré, relájate y disfruta del vuelo.
El aeropuerto de Moscú, Sheremetyevo, era un bullicio de actividad y pasamos aduanas e inmigración sin problema. Los baños en el avión habían estado sellados con cinta adhesiva y ahora todos teníamos que usar los servicios. Nos dirigieron a una puerta donde esperaba una larga cola. Al entrar, el primer impacto fue un fuerte olor a excremento. Todo estaba sucio, los pocos azulejos intactos garabateados con graffiti. No salía agua de los grifos, ni tampoco se veían toallas de papel o papel higiénico en ningún lugar. Los retretes presentaron una visión aún más desoladora: un agujero solitario en el suelo mostraba evidencia de la mala puntería de los anteriores usuarios.
Heces yacían en pilas ordenadas al borde y el piso y las paredes estaban cubiertos de graffiti y capas de mugre. Aguantando la respiración, nos apresuramos para terminar nuestras abluciones para luego reunirnos, jadeando, con los demás que esperaban
fuera.
Los organizadores de la exposición de Moscú nos habían contratado un conductor a disposición nuestra todos los días de 8:00 a 20:00, por lo que le pagaríamos una tarifa de quince dólares por día. A las puertas del aeropuerto encontramos un hombre portando un letrero con mi nombre que se presentó como Dmitry, nuestro conductor. Nos presentamos y subimos al coche, un destartalado Lada con los limpiaparabrisas convenientemente retirados como precaución contra el robo, aparentemente un problema recurrente en Rusia. Mientras conducía por las calles de Moscú, Dmitry nos señalaba puntos de referencia y explicaba su importancia en un inglés razonable. Le pregunté si llevaba mucho tiempo trabajando como conductor, a lo que respondió que no vivía de esto, que era el jefe del Departamento de Física de la Universidad Estatal de Moscú y que se había tomado las vacaciones para aprovechar nuestra visita y conducir para nosotros. Los quince dólares que le dábamos cada día equivalían a la paga de un mes en la universidad, y la oportunidad era simplemente demasiado buena para dejarla pasar.
También nos habían conseguido un apartamento, cuyos propietarios habían acordado desalojar durante nuestra visita a cambio de un alquiler razonable. Nos detuvimos ante un bloque de apartamentos y comenzamos a descargar el equipaje. En una parcela de tierra fangosa enfrente había un patio de recreo, sus columpios rotos, colgando vacíos de sus cadenas. Antes de subir, Dmitry nos pidió que no habláramos inglés en ningún lugar, sobre todo en el rellano o en la escalera. Nos rogó que nunca abrieramos las ventanas. Temiendo las posibles reacciones de sus vecinos si se enteraran de que habían alquilado el piso a extranjeros, los propietarios hicieron de esta solicitud una condición de nuestro contrato de alquiler. Subimos las escaleras en silencio y entramos en un apartamento de dos habitaciones con un humilde salón y una pequeña cocina. Dejando el equipaje, descendimos silenciosamente por la oscura escalera hasta la calle, donde Dmitry nos esperaba para llevarnos a la sala de exposiciones.
La Casa Central de los Artistas de Moscú en Krimsky Val es un enorme cubo brutalista sobre el río Moscú, frente al Parque Gorki. Con 27 salas y 60 galerías, su programa de exposiciones mantiene al personal ocupado todo el año y nuestra exhibición era solo una de las innumerables exposiciones que producen anualmente. No obstante, su equipo de relaciones públicas había hecho un trabajo impresionante y la exposición de Alek y Mark había sido el foco de numerosos programas de televisión, apareciendo en las noticias nacionales durante varios días seguidos, y como resultado, el número de visitantes al museo había sido asombroso. Nos recibió Vladimir, el director de Le Chat Gallery, que parecía tener alguna conexión con el museo, y el resto del personal con una copa de vino dulce espumoso. Tras los obligatorios brindis y numerosos cantos de ¡Na Zdorovie! nos condujeron por varios pasillos, pasando por otras exposiciones, hasta llegar a dos salas adyacentes donde colgaban las obras de cada artista. La finissage, o recepción de clausura, estaba programada para dentro de una semana y hasta entonces podíamos explorar la ciudad a voluntad.
Alek se sintió profundamente conmovido al descubrir que su trabajo tenía relevancia en los círculos artísticos rusos. Después de dieciséis años en el exilio, pensaba que él y su obra habrían quedado en el olvido, pero los medios de comunicación, los curadores y la comunidad artística lo recibieron con solemne respeto, recordando su papel fundamental en las exposiciones de arte ‘disidente’ de los años setenta, mostrándole libros publicados por historiadores de arte sobre las actividades artísticas de la época, donde sus obras salían destacadas. Se sintió especialmente complacido al ver la aparición de Seva, un viejo amigo y colega de los días en que ambos eran profesores en la Escuela de Arte Tavricheskaya en Leningrado, que se había enterado de la exposición de Alek en un boletín noticiero de la televisión estatal. Su viaje en tren desde Chechenia, donde vivía, le había llevado tres días y los dos se abrazaron con lágrimas de alegría
Pasamos la tarde respondiendo preguntas sobre el mundo artístico en Occidente, un tema que los rusos, en estos primeros días de glasnost, tenían curiosidad por aprender. Entre las muchas personas que conocimos estaba Tenghiz Mirzashvili (1934-2008), un artista georgiano que pintaba en un estilo naïf y que compartiría generosamente su tiempo durante la próxima semana para presentarnos al mundo artístico de Moscú.
Durante los próximos días recorrimos las calles de Moscú. Tenghiz nos llevó al Museo Pushkin y a la Galería Tretyakov, donde paseamos por las salas admirando sus extraordinarias colecciones. La visita requerida al famoso Metro tampoco defraudó: grandioso como lo nunca visto, cumplió todas nuestras expectativas, aunque el silencio que observamos entre los pasajeros fue notable. La gente hablaba en susurros, callando cada vez que nos acercábamos a ellos. Las únicas voces que se escuchaban eran las de un bullicioso grupo de turistas italianos que claramente se estaban divirtiendo.
Alek nos había advertido previamente que no hiciéramos contacto visual con ningún transeúnte, y noté que nadie se miraba; todos tenían los ojos en el suelo. En la calle, las viejitas mendigando que encontramos en portales presentaban las escenas más desgarradoras y patéticas que jamás había visto. Observé que mucha gente andaba por la calle con una bolsa de plástico vacía, y al preguntar me dijeron que era una práctica común entre moscovitas, que salen de sus casas cada mañana con una bolsa de este tipo en caso de encontrar algo para comprar en uno de los puestos ambulatorios que ocasionalmente aparecían por las calles. En uno de nuestros paseos, nos detuvimos en uno de estos puestos y le pedimos a una señora que estaba en la cola lo que estaba en oferta.
—No lo sé —respondió el amable babushka. —¡Pero sea lo que sea, estoy segura de
poder usarlo!
De hecho, hacer las compras era un desafío en Moscú ese año. Existían varias “tiendas de dólar” que solo aceptaban dólares y ofrecían una amplia gama de alimentos y bebidas importados, y sus principales clientes eran turistas o miembros del cuerpo diplomático. Los escasos salarios rusos y el tipo de cambio del rublo-dólar hacían imposible para que un ciudadano medio pudiera comprar en estas tiendas. Pero Moscú tenía el famoso Gastronom, el emporio de comida citado en tantas novelas de espías de la Guerra Fría, y estábamos decididos en llenar la despensa en nuestro apartamento como comunes moscovitas. Era un vasto y abarrotado espacio, con una isla central de cajeras y puestos individuales en fila a lo largo de las paredes, los productos en oferta expuestos detrás sobre estantes. Mirando alrededor, notamos que solo había tres artículos a la venta: queso fresco, salchichas y huevos.
—Bueno pues, compremos huevos, queso y salchichas para el piso —sugerí, y nos separamos, dirigiéndonos cada uno a diferentes mostradores.
Solo era el cuarto o quinto en la fila del puesto de quesos, así que no tuve que esperar mucho antes de que la tendera tomara mi pedido. Escribió algo en un pedazo de papel y me lo entregó, indicando con un gesto de su cabeza a las cajeras. La cola en la isla central era considerablemente más larga, y tardé un cuarto de hora antes de que pudiera pagar y regresar al puesto de quesos, donde esperé detrás de una docena de clientes antes de que llegara mi turno para entregar el recibo del pago. Cogió un trozo de queso y lo cortó, colocándolo en la balanza. Pero había quedado un poco corto, y tuvo que agregar una tajada adicional. Esta vez, sin embargo, había añadido demasiado, y tuvo que recortar un poco para redondear el kilo antes de envolverlo y entregarme la compra. Durante de todas estas maniobras, observé asombrado por la extraordinaria paciencia que mostraban los clientes, indiferentes a tener que hacer tres colas para comprar un simple kilo de queso. Afuera me encontré reunidos a los demás y, tras compartir todos nuestras experiencias, nos dirigimos a casa para cenar, cargados con huevos, queso y salchichas.
En una calle arbolada en el distrito de Arbat había una encantadora casa de madera, un vestigio de una época anterior. Tenghiz nos había llevado a ver a un par de empresarios de arte interesados en conocer a Alek y mostrarle los numerosos libros y revistas en su colección que documentaban los años difíciles de los diversos movimientos artísticos “disidentes”. Se había catalogado la famosa “Exposición de excavadoras”, así como las numerosas exposiciones de arte clandestinas organizadas para el servicio diplomático extranjero que en ese momento empezaban a coleccionar artistas rusos. Las exposiciones generalmente se realizaban en pisos privados y las invitaciones se enviaban a la comunidad extranjera de boca en boca. Alek había participado en varias de estas exposiciones y había perdido la pista de sus cuadros a lo largo de los años. En 1977, cuando las autoridades soviéticas finalmente le concedieron su visado de salida, había solicitado permiso para emigrar con sus pinturas, solo para que le dijeran que eran basura y que a la Unión Soviética no le interesaba que se exhibiera tal trabajo en el extranjero.
La Exposición Excavadora fue una exposición de arte no oficial en un terreno baldío en el bosque urbano de Belyayevo por artistas de vanguardia de Moscú y Leningrado el 15 de septiembre de 1974. La exposición fue interrumpida por por una gran fuerza policial que incluía excavadoras y cañones de agua, de ahí el nombre. (Wikipedia)
Esta visita en el Arbat había reavivado su memoria y decidió intentar localizar el apartamento donde se llevaban a cabo los “dipshows”, como con desprecio se denominaban las exposiciones clandestinas. Al bajar del Lada de Dmitry en la direcciónque le había dado Alek, nos quedamos mirando todo lo largo de la manzana. Ninguna de las puertas de los edificios llevaba números, así que decidimos probarlas todas. El primer edificio al que entramos le sonaba a Alek, y al subir al primer piso, llamamos a la puerta. Detrás del joven que abrió la puerta vislumbramos un gran cuadro de un niño con una camisa a rayas, un retrato de su hijo Vladimir que Alek había pintado en en 1974. ¡Este era el apartamento donde se celebraban las exposiciones! Nos invitó a entrar, disculpándose por la ausencia de su madre; él no sabía nada de las obras, su madre era dueña de la colección y estaba en el extranjero. En otras salas encontramos varios cuadros más de Alek.
Rapoport recordó con melancolía esas exposiciones de hace veinte años, cuando los coches de los diplomáticos hacían fila en la calle, los chóferes esperando pacientemente mientras sus dueños acudían a los abarrotados apartamentos, ansiosos por comprar pinturas de esos artistas prohibidos. Regresando al coche en un silencio pensativo, le pregunté a Alek si se arrepentía de haber emigrado, viendo cómo él y su trabajo habían llegado a ser tan respetados y admirados en Rusia. Los esfuerzos de Rapoport por romper con el formalismo estilístico del academicismo soviético le habían ocasionado enormes dificultades con las autoridades, que lo acusaron de “distorsión formalista, sabotaje ideológico” y de producir “arte religioso, fascista y sionista”. Había formado parte la infame “Exposición de excavadoras” y fue cofundador de organizaciones de arte disidente en Leningrado. No obstante, a pesar de lograr un significativo éxito crítico entre la comunidad artística ‘underground’, abandonó la Unión Soviética en busca de integración con el mundo del arte internacional, dejando atrás cientos de pinturas cuya exportación le había sido prohibida por las autoridades, obras que nunca volvería a ver. En San Francisco, Alek descubrió que la comunidad artística del Área de la Bahía, con su apego parroquial a una cultura ‘propia’, fue reacia en aceptar su trabajo, cuyas poderosas pinturas expresionistas estaban más en línea con Tiziano, Giotto o los iconos de Andrei Rublev que los luminosos lienzos de Diebenkorn, Thiebaud y Francis. Rechazado por el ‘establishment’ artístico de California, Alek seguía siendo disidente en San Francisco como lo había sido en Rusia.
—No me arrepiento—, respondió. —Hice mi cama y debo acostarme en ella.
Durante los próximos días empecé a notar un apreciable cambio en el estado de ánimo de Alek. Su entusiasmo inicial, y la euforia que había sentido al llegar a Rusia habían ensombrecido, y empezaba a mostrar crecientes signos de paranoia. Nos advertía continuamente de miradas indiscretas y comenzó a sospechar a Mark de tener planes insidiosos contra su persona, para la gran consternación de Mark. Los padres de Alek habían sido detenidos durante las purgas de Stalin. Su padre murió fusilado y su madre pasó diez años en un campo de trabajo siberiano por “crímenes contra el Estado”. Creció con una tía en Kiev hasta el estallido de la Segunda Guerra Mundial, cuando fue evacuado a la ciudad de Ufa, en La República Socialista Soviética Autónoma Bashkir. Estos años de extrema soledad, frío, hambre y privaciones definieron su carácter y fueron la base de su búsqueda de lo espiritual en el arte. Regresar a Rusia había sido una montaña rusa emocional para Alek. Su esposa Irina se había negado a viajar con él, incapaz de vivir el trauma estremecedor de tener que, una vez más, dejar atrás a sus amigos. Rusia representaba sus orígenes, y se sintió desgarrado por emociones conflictivas de amor-odio por el país. Estar de regreso en la tierra de su nacimiento había sacado a relucir los temores y sospechas que habían caracterizado gran parte de sus años formativos.
Un día Vladimir nos llevó en su furgoneta a Zagorsk, los monasterios de Sergiyev Posad, en el anillo de oro. Uno de los más grandes monasterios rusos, existía desde el siglo XV y se decía que era la cuna de la Iglesia ortodoxa rusa. Estacionamos fuera y Mark, Alek, Nance y yo entramos para explorar el intrincado enjambre de edificios antiguos, admirando la arquitectura, los viejos murales descoloridos y los centenarios iconos, anidados cómodamente en sus iconostasios. Severos monjes barbudos de pelo largo y grasiento, un ancho cinturón de cuero ceñido alrededor de sus túnicas negras, nos cruzaron en los pasillos, y el ruido de sus botas rompieron el silencio del recinto. En algún momento, habiendo perdido a Mark y Alek, Nance y yo entramos en una iglesia donde comenzaba una misa. Desde las altas vidrieras, finos rayos de luz perforaban el incienso arremolinado, iluminando el aire sobre las babushkas que, cubiertas con pañuelos, aguardaban agrupadas en el centro de la nave circular. Al fondo, un iconostasio cubría la pared del techo al suelo, lleno de iconos. De sus lados, se oía el sonido de los cantos más hermosos que jamás habíamos escuchado. Las dulces armonías de un coro de monjes, ocultos detrás del iconostasio, llenaron el aire y nos quedamos asombrados, profundamente conmovidos por la belleza de la ceremonia. Después de la misa, salieron los monjes, y las babushkas hicieron cola para arrodillarse y besarles la mano.
—Si es así como suenan las misas, ¡me convertiré mañana!— murmuré. Mi esposa asintió y salimos a buscar a nuestros amigos.
Fuera, encontramos a Mark y Alek sentados con Vladimir en la furgoneta.
—¡Os habéis perdido algo extraordinario! Acabamos de escuchar una misa indescriptiblemente conmovedora.
—¿Dónde estabais? —les pregunté.
—Este sitio es maligno —respondió Alek. —Nos ha producido muy malas sensaciones y no hemos podido quedarnos.
Ambos explicaron que habían sentido una profunda hostilidad de parte de los monjes, un indisimulado antisemitismo que los había hecho sentir extremadamente incómodos.
—Pero, ¿cómo podrían saber que sois judíos? —le respondí, desconcertado.
—Eso se sabe. Si eres judío, sabes estas cosas.
Me pregunté si la paranoia de Alek también estaba empezando a afectarle a Mark. Regresamos en silencio, deteniéndonos en el camino para comprar un litro de leche a un granjero cerca de la carretera. De vuelta en nuestro apartamento una hora más tarde, encontré que la leche se había cuajado. Sacudida en la furgoneta por los baches de la carretera, la leche se había convertido en yogur.
Al día siguiente, Tenghiz nos invitó a almorzar en su casa. Vivía en las afueras en uno de esos anodinos bloques de pisos de la era soviética que rodean la periferia. Mientras tomábamos el té, nos propuso visitar a una coleccionista suya en el centro a quien podríamos encontrar interesante. El mercado del arte en Rusia en ese momento era prácticamente inexistente. Los sueldos eran tan escasos que nadie tenía dos kopeks para gastar, mucho menos para darse el lujo de coleccionar arte. Las obras de arte generalmente se intercambiaban entre artistas o se regalaban a sus admiradores, genuinos defensores del arte, ya que los rusos estaban profundamente comprometidos con la cultura y tenían un aprecio profundo y reflexivo por ella. Nos preguntamos, ¿quién podría ser esta persona? ¿Había realmente una incipiente base de coleccionistas en este país que tanto se esforzaba por deshacerse de su pasado soviético? Así que fue con más que una ociosa curiosidad que con gusto aceptamos su invitación y nos subimos al Lada de Dmitry para el viaje a la ciudad.
Aparcando frente a una casa blanca de dos pisos de diseño neoclásico, cruzamos un pequeño y bien cuidado jardín hasta llegar a la puerta principal. Esperaba encontrar las habituales hileras de timbres, típico en casas antiguas que se habían dividido en varias viviendas, pero esta puerta lucía un solo timbre, que Tenghiz hizo sonar. Una doncella vestida de negro, con cofia y delantal blanco, abrió la puerta y nos hizo pasar. Entramos a un salón lleno de objets d’art, antigüedades y pinturas contemporáneas, donde, en un impecable inglés, nos recibió una encantadora señora de indeterminada edad que lucía un elegante traje de pantalón de terciopelo. La casa daba por la parte de atrás con el Museo Pushkin y desde el salón se veía un gran jardín. Apoyadas contra la pared del jardín había varias rejas de hierro forjado antiguas que la señora había encontrado recientemente en un convento en ruinas. Estaba encantada con su hallazgo y nos explicó que las haría colocar sobre las ventanas a nivel de la calle. Al poco rato, la doncella que trajo el juego de té derramó unas gotas sobre el mantel y nuestra anfitriona se disculpó por su torpeza.
—Espero que me disculpen, hoy en día es muy difícil encontrar un servicio decente —explicó, mientras servía el té.
Me quedé boquiabierto. ¿Quién era esta mujer? ¿Era este un vestigio de la era soviética que no conocía? ¿Sirvientas en la Unión Soviética? Los comentarios de nuestra anfitriona sobre las sirvientas o la búsqueda de antigüedades en ruinas condenadas hacían eco a la conversación de cualquier mujer de clase media-alta de Europa occidental, conversaciones que había escuchado toda la vida, y me costaba reconciliarlas con la idea que tenía sobre lo que significaba vivir bajo el sistema soviético. Su hija había sido primera bailarina en el Ballet Bolshoi, explicó, pero un terrible accidente automovilístico había acabado con su carrera y ahora necesitaba atención medica y rehabilitación constante. También tenía un hijo, un médico que ejercía en Connecticut, a quien desafortunadamente solo veía en vacaciones, generalmente en su apartamento en la avenida Foch, en París. Además era propietaria de un apartamento en la Quinta Avenida de Nueva York, pero, lamentablemente, rara vez iba allí.
Estas incongruencias solo despertaron mi curiosidad y le pedí que me contara más sobre su vida. Su esposo había sido médico, explicó, y amigo íntimo de Armand Hammer, un rico empresario norteamericano de ascendencia rusa que llevaba una largo historial con la Unión Soviética. Además de sus grandes inversiones en instalaciones petroleras, Hammer había servido de conducto para traer a la Union Soviética medicamentos necesarios en épocas de epidemia, y excedentes de trigo estadounidense para contener las recurrentes hambrunas. Su trabajo le había asegurado una posición influyente en relación con Lenin y Stalin, a quienes supuestamente había advertido: “Si queréis seguir trabajando conmigo, quitad las manos al Dr. X. Este señor es intocable”, refiriéndose al marido de la señora. Durante los años del represivo gobierno de Stalin, ella y su familia pudieron vivir sin impedimentos en Moscú, libres para desarrollar sus carreras y construir su fortuna. Estábamos en presencia de un miembro de la Nomenklatura, la clase privilegiada de ciudadanos soviéticos que vivían con los mismos privilegios que sus colegas occidentales, las clases altas de Berlin, Paris o Nueva York. Mi cabeza daba vueltas.
Había llegado el día del finissage, y nos convocaron esa tarde a la Casa Central de Artistas para las ceremonias de clausura. Para esa noche teníamos reservado un camarote en el tren nocturno a San Petersburgo y habíamos hecho las maletas con antelación. Vladimir había organizado una fiesta de despedida para nosotros en su galería después del evento y había insistido en llevarnos luego a la estación. Dmitry nos dejó con nuestro equipaje en la puerta del museo y nos despedimos, pagándole con agradecimiento su servicio y guardando nuestras maletas en un almacén para su posterior recuperación. La ceremonia fue muy concurrida. Con copas de vino dulce en la mano, un buen grupo de visitantes deambulaba entre las salas, atentos a los discursos del personal del museo y otras personalidades culturales. Finalizados los actos, nos despedimos del personal en la terraza con vista al río y, agradeciéndoles sus esfuerzos, recibimos sus mejores deseos para la próxima exposición.
Vladimir recogió nuestro equipaje y todos nos montamos en su furgoneta para ir a su galería. Le Chat Gallery se situaba en una torre cilíndrica de dos pisos, y Vladimir bajó con las maletas por una escalera de caracol para guardarlas en el sótano. La planta baja era el espacio expositivo, aunque, habiéndole escuchado alardearse de que su galería era “la más importante de Moscú”, nos sorprendió encontrar una habitación poco iluminada y llena de polvo, donde las únicas obras de arte a la vista eran un par de cuadros medio envueltos que se inclinaban de cara a la pared. Cajas vacías y papeles yacían esparcidos por el suelo. Alguna ropa colgaba de las sillas destrartaladas que rodeaban una gran mesa, sobre la cual habían platos de pescado en escabeche, salchichas, botellas de vodka y vino dulce espumoso. Al poco tiempo, el lugar se llenó de artistas y simpatizantes y la fiesta fue tomando ambiente. El clamor de los brindis y Na Zdorovies se elevaba por encima del humo de los animados fumadores y todos parecían estar disfrutando del festejo. Pero nuestro tren partía en una hora y temía perderlo en el barullo de la fiesta. Durante algunos minutos, intenté hacer contacto visual con Vladimir, señalando mi reloj, pero él simplemente sonreía y me decía que no me preocupara, que todo estaba bien, llegaríamos a tiempo. Con solo media hora para la salida, empecé a preocuparme en serio. Los cuatro nos preguntábamos dónde habría guardado el equipaje y si deberíamos pedir un taxi. Pero Vladimir seguía impasible.
—No se preocupen, amigos, todo está bien—, insistió.
Finalmente, con veinte minutos de sobra, nos dijo que le esperáramos fuera, donde tenía estacionada su furgoneta, mientras él recuperaba nuestras maletas. Alek me mostró una cuerda de unos 40 centímetros.
—Mira lo que me dieron mis amigos como regalo de despedida—, dijo.
Me emocioné. Los rusos son notoriamente sentimentales y yo interpreté la cuerda como un símbolo de amistad eterna, que a pesar de las distancias que separan a los amigos, esta cuerda representaba unos vínculos afectivos que nunca se romperían.
—¡Es encantador! La cuerda simboliza la amistad, ¿no? ¡Qué gente tan entrañable!
—No sé de qué me estás hablando—, respondió. —¡Esta cuerda es para atar las puertas del compartimiento del tren para que no nos roben en la noche!
Con neumáticos chirriando, Vladimir dio media vuelta y condujo a toda velocidad por las oscuras calles de Moscú, los cuatro agarrados a nuestros asientos en pánico. Estacionando en doble fila frente a la estación con siete minutos de sobra, nos advirtió,
—Hagáis lo que hagáis, ni una palabra de inglés, ¿entendido?
Mis tres compañeros se lanzaron al tren en busca de nuestro compartimiento mientras yo acompañé a Vladimir a la ventanilla donde se entregaban almohadas y mantas para el viaje. Presentó nuestras entradas y me dieron la ropa de cama. La diferencia de precio entre lo que se cobra a los extranjeros y lo que pagan los rusos era de cien a uno, y Vladimir había insistido en ofrecernos este último servicio antes de despedirse. Le di las gracias una vez más y subí al tren justo cuando empezaba a salir.
El compartimento tenía dos juegos de literas. Mark y Alek tomaron las inferiores y Nance y yo las de arriba. Alek usó su cuerda para atar las manillas y nos acomodamos en nuestras literas para dormir. Amaneciendo temprano la mañana siguiente, desaté la cuerda y me dirigí al coche comedor, donde había dos o tres personas sentadas a solas en silencio. Tomé mi asiento y pedí un poco de té. Cortinas con borlas y brocados cubrían las ventanas y, ansioso por disfrutar del paisaje, tiré de la cuerda que hacía subir la cortina. Al instante apareció el camarero y, con una dura reprimenda, bajó la cortina. No pude entender la obsesión por mantener las cortinas cerradas. No veía cómo una ventana sin cortina podría molestar, habiendo salido el sol y con el vagón comedor casi vacío. Era una peculiaridad rusa que me había desconcertado desde nuestra llegada. Habíamos comido en restaurantes en Moscú con amplios ventanales que prometían vistas a parques o agradables avenidas, pero estas vistas siempre se ocultaban detrás de pesadas cortinas. ¿Fueron diseñadas estas barreras visuales para evitar que los de fuera miren hacia adentro, o para que los que estén dentro no vean lo que ocurre afuera? Era un misterio que nunca pude resolver.
Reflexionaba sobre esto cuando Nance apareció, informándome de una incómoda discusión entre Alek y Mark, quien se había despertado para encontrarse con la colérica acusación de Alek de haber metido mano en sus maletas para intentar robarle. Que Mark tratara de robarle a Alek era absurdo, y Nance había intentado calmar las aguas insistiéndole a Alek que ella se había levantado en la noche para usar el baño y sin querer había pisado su bolsa. Seguramente era eso lo que había perturbado su sueño; era impensable que Mark intentara robarle, claramente, sus alegaciones se debían a un sencillo malentendido. Mark estaba comprensiblemente indignado, pero Alek se negó obstinadamente a considerar cualquier alternativa, y la tensión entre ellos era palpable.
En un silencio helado entramos en San Petersburgo. Todos habíamos planeado quedarnos en el distrito de Vasileostrovsky, en el apartamento de una amiga de los Rapoport, una bailarina retirada que se alojaría con su hija durante nuestra visita. Pero Mark no soportaba otro día en compañía de Alek y nos separamos. Mark se fue para quedarse con unos amigos que conocimos en Moscú y que habían viajado en el mismo tren, y Alek, Nance y yo nos instalamos en el apartamento. Era un lugar agradable, bien iluminado, con una gran sala de estar ocupada por un pequeño piano de cola. En definitiva, una considerable mejora en comparación al pequeño piso de Moscú.
Veríamos poco de Alek durante nuestra estancia en San Petersburgo. Habíamos llegado a principios de julio, cerca del solsticio, cuando el sol apenas se pone en estas latitudes y la ciudad celebra sus famosas Noches Blancas. Alertados de su presencia en San Petersburgo y acostumbrados a trasnochar, sus amigos lo llamaban a todas horas del día o noche y a menudo estaba fuera, dejándonos explorar la ciudad por nuestra cuenta.
Esta vez, no habíamos contratado un conductor. Pero se nos había asegurado que moverse por la ciudad era simplemente cuestión de alargar la mano. Un vehículo privado invariablemente se detendría y, por el precio de un dólar, le entregaría a uno a su destino. El sistema funcionaba, y durante los días siguientes, mientras esperábamos la llegada del arte, nos desplazamos libremente por la ciudad, tomando paseos en bote por los canales, visitando la fortaleza de Pedro y Pablo, el palacio de Peterhof, o simplemente paseando por la ciudad de Pedro el Grande, que como es bien sabido, es un impresionante monumento a la arquitectura barroca. Construida en pocos años por los arquitectos más prestigiosos de Italia, la ciudad conserva una unidad estilística de extraordinaria belleza. Pero los estragos de los inviernos rusos y los años de abandono soviético habían dejado su huella y las grandes casas estaban en triste decadencia. Donde una vez había vivido una sola familia ahora era compartida por una docena, como lo atestiguaban las filas y filas de timbres junto a las puertas.
Notificados de la llegada de las pinturas, nos reunimos en la sala de exposiciones para organizar su montaje y conocer a la directora. El Centro Cultural de Exposiciones Manège se ubica en la antigua sala de equitación de la Guardia Ecuestre Imperial, un edificio de austero diseño neoclásico con ocho enormes columnas dóricas en su fachada. En el interior de la amplia sala se habían erigido paredes temporales sobre un reluciente piso de mármol verde oscuro. Al lado de unas escaleras, vimos nuestras cajas, sin abrir. Nos hicieron pasar a ver a la directora, quien nos recibió con amabilidad y aceptó el “regalo” de la cámara de vídeo que le había traído, una condición que nos había estipulado para la exhibición de las obras. Después de una agradable charla, regresamos a las galerías para reunirnos con el equipo de instalación. Alrededor de las cajas encontramos a media docena de jóvenes de brazos cruzados que se presentaron como el equipo de montaje. Al ver las cajas sin abrir, entendí que ellos también requerirían un “regalo”, y le pedí a Nance que saliera corriendo a comprar la botella más grande de vodka que pueda encontrar. Al poco tiempo, regresó con un magnum, que ofrecimos al equipo.
—Spasiba bolshoi—, exclamaron. —¡Pasen a nuestro despacho, por favor!
Nos llevaron a un guardarropas. Alineadas a cada lado había dos filas de sillas, una frente a la otra. Todos nos sentamos, rozando las rodillas con los que estaban sentados enfrente, y el jefe de equipo procedió a abrir la botella. Se produjeron copas y pronto todos brindamos por el éxito de la exposición. Después de un par de rondas, cortésmente rehusamos más, pero los demás tenían otros planes, y en veinte minutos se habían pulido la botella. Así de fortificados, todos volvimos a la galería.
Los instaladores se reunieron alrededor de las cajas, alabando su robusta construcción. Reconocí que las cajas estaban bien hechas y sugerí que comenzáramos con la instalación abriéndolas.
—Eso es imposible—, me informó el jefe de equipo. —¡Se atornillaron con un tipo de tornillo para el que no tenemos herramientas!
De hecho, las cajas se habían cerrado con tornillos de estrella.
—¿No tienen destornilladores de estrella, de cabezal phillips?—, le pregunté.
—Aquí no los usamos—, respondió.
—Tome este dinero y vaya a una ferretería y compre media docena de destornilladores.
—No hay ferreterías en San Petersburgo.
No lo podía creer. Estas pinturas habían recorrido medio mundo para terminar sin ser vistas por falta de un simple destornillador. La situación había tomado un cierto tono surrealista. Durante este intercambio, Nance había estado hurgando en su bolso y, sacando su navaja suiza, de pronto exclamó, —Voilà! ¡Intente con esto!—, abriendo la hoja requerida. Con la herramienta en mano, el equipo comenzó su trabajo, y al cabo de unas horas teníamos todas las pinturas fuera, alineadas contra la pared en su orden de exhibición. Colgar la obra requería el uso de dos escaleras de madera de unos cuatro metros, que uno del equipo subiría con destreza para posarse en el ápice. Sus ojos vidriosos manifestaron un alegre entusiasmo por el trabajo, pero habiéndole visto consumir un magnum de vodka, dudaba de sus habilidades y me temía lo peor. Pero mis ansiedades resultaron infundadas al observar al tipo “caminar” todo el artilugio bajo sus pies con gran aplomo, moviendo la escalera de un lugar a otro como sobre zancos, sin tenerse que bajar. Finalmente, los cuadros quedaron colgados a nuestra satisfacción y nos fuimos, quedando para vernos en la inauguración dentro de unos días.
Lyuba, una curadora del Museo Hermitage, era amiga y colega de Irina, la esposa de Alek, con quien había trabajado años atrás. Con toda amabilidad, nos ofreció un recorrido personalizado por el museo, acompañándonos por los interminables salones donde se encontraban los “grandes éxitos” del Hermitage, así como áreas donde no se permitía el acceso a los visitantes, sorprendiéndonos con su memoria fotográfica y su anecdótico conocimiento de cada pieza en exposición.
También nos había conseguido entradas para ver la ópera Eugene Onegin en el pequeño teatro de Catalina la Grande en el Hermitage, cuyas filas semicirculares de asientos se enfrentaban una a otra, en lugar del escenario, concebidas para permitir que el aristocrático público de la época pudiera evaluar la indumentaria de los demás durante el espectáculo. Más tarde, sentados a tomar el té en su apartamento forrado de libros, preguntó:
—¿Os gustaría visitar el estudio de un artista? Hay uno cerca que os puede interesar.
Mark y yo aceptamos de inmediato y Lyuba apuntó su dirección, informándonos que nos esperaría a las tres de la tarde del día siguiente. No queriendo llegar con las manos vacías, habíamos comprado de antemano una botella de vodka, y esa tarde nos encontrábamos con nuestra bolsa de la compra frente a una gran mansión sobre un canal, buscando su nombre entre la lista de nombres de los timbres. Después de varios intentos, la puerta se abrió y entramos en el vestíbulo. Años de mugre cubrían las paredes y piedras rotas yacían amontonadas sobre los sucios suelos de mármol. Una elegante escalera en curva conducía a los pisos superiores y la seguimos hacia arriba, pisando sobre escalones desconchados y evitando los que faltaban. Una pared a nuestra derecha tenía varias ventanas rotas que dejaban entrar el aire. Parecían haber estado rotas durante años y me pregunté cómo harían en invierno para evitar que entrara el frío. En el rellano del primer piso había una puerta con su columna de timbres clavada al lado, donde esperaba nuestro anfitrión. Pasamos por un estrecho pasillo a una habitación de unos cinco por seis metros que había sido dividida en varias estancias con algunas cortinas. Nos invitó a sentarnos en un sofá mientras preparaba el té.
—Le hemos traído esta pequeña muestra de nuestro agradecimiento—, dije, sacando la botella.
Respondió que no tocaba el alcohol. Mark y yo nos miramos y encogimos de hombros: al parecer, el aprecio de los rusos por el vodka no era universal. Explicó que hasta hace poco había compartido este espacio con sus padres, su esposa y su perro, y las cortinas estaban ahí para darles algo de privacidad. Pero en los últimos años habían encontrado otros alojamientos y ahora usaba este espacio únicamente como taller. Sin embargo, vimos poca evidencia de su trabajo, la única pintura colgada era un antiguo icono en su marco repujado. Pasamos unos minutos en educada conversación, buscando algo de que hablar, cuando preguntó,
—¿Les gustaría ver el resto del piso?
El pasillo estrecho conducía más allá de la puerta de entrada a otras habitaciones. La primera puerta a nuestra derecha daba a una cocina grande, compartida por todos los residentes del piso, que debe haber sido la original desde tiempos prerevolucionarios. Brillantes azulejos blancos cubrían las paredes y varias ventanas a la calle dejaban entrar mucha luz. Pero el pasillo era oscuro: iluminado solo por una bombilla de 40 vatios, las paredes sucias de color incierto dificultaban ver a dónde íbamos.
—¿Por qué no se reúne con sus vecinos y pintan este pasillo?—, sugerí. —Si le diese una mano de pintura blanca y pusiera una bombilla de más vatios, ¡podría ver mejor!
—Eso es imposible—, respondió. —Esta casa no nos pertenece.
—Entonces, ¿a quién pertenece?
—¡Al estado!
—Pero, ¿cuánto tiempo lleva viviendo aquí?
—Treinta años. De todos modos, incluso si decidiéramos pintarlo, un vecino querría pintarlo amarillo, otro azul y un tercero blanco. Como nunca podríamos acordar qué color usar, es mejor dejarlo como está.
Habíamos llegado al final del pasillo, donde dos puertas se enfrentaban. Señaló la puerta del fondo y explicó que el vecino que vivía allí tenía un grave problema con la bebida. Incapaz de negociar la cerradura de la puerta de su apartamento en su estado de ebriedad, a menudo lo encontraban desmayado en el rellano. Al lado vivía una familia cuyas dos hijas frecuentemente regresaban a casa por la noche para encontrarse con el vecino tendido en el suelo en un charco de orina.
—Esto se había convertido en un grave problema. Las pobres tenían que pasar por encima de él para entrar a su apartamento, así que nos reunimos los vecinos para formular un plan y ayudar al pobre hombre—, explicó.
Imaginé un esfuerzo comunitario destinado a ayudar al vecino alcohólico con su enfermedad, tal vez una clínica de desintoxicación o una versión rusa de Alcohólicos Anónimos.
—Entonces, ¿lo ingresaron en un centro de rehabilitación?—, pregunté.
—¿Centro de rehabilitación? No, simplemente le cambiamos de sitio la cerradura a un lugar al que pudiera acceder estando de cuatro patas. Mire, ¿ve lo que hicimos?
Examinándolo de cerca en la penumbra, pudimos ver el ojo de la cerradura colocado a unos 30 centímetros del suelo.
El día había llegado para la inauguración en Manège. Entramos en la sala para ver una gran multitud reunida, incluyendo miembros de la prensa y el personal del museo, todos reunidos en torno a las pinturas, a la espera de que comenzaran las ceremonias. Ataviados con nuestros mejores atuendos, habíamos traído dos magnums más de vodka para el equipo. Viéndonos entrar, el jefe de equipo se me acercó. Le di las botellas con mi agradecimiento y estaba a punto de darme la vuelta, cuando soltó,
—Bonita cámara le dio a la jefa!
Murmuré mis gracias y repetí nuestro agradecimiento por el trabajo realizado en colgar la obra, que por cierto, le reiteré que se veía muy bien.
Poniendo su cara más inocente, preguntó: —¿Le interesa que estas pinturas regresen enteras a los Estados Unidos?
Entendí inmediatamente su implícita sugerencia y saqué unos billetes.
—Aquí tiene, con mi sincero agradecimiento. Por favor, distribúyalos como mejor le parezca.
—Regresarán a San Francisco mejor que nuevas —respondió con un guiño, mezclándose con la multitud.
La ceremonia de apertura consistía en una serie de discursos, pronunciados por varios funcionarios a un público atento, terminando con el corte solemne de una cinta, un acto que tuve el honor de realizar. Luego, observando a la multitud que pululaba entre los cuadros, me sorprendió ver que todos parecían observar las pinturas detenidamente, solos, o discutiéndolo entre varios. En los cientos de vernissages que había asistido o en los que había participado a lo largo de los años, mi experiencia había sido una de visitantes reunidos en grupos, con la obligatoria copa de vino en mano, hablando animadamente entre ellos, con la espalda al arte. Las inauguraciones de las galerías en Occidente parecen tener sobre todo una función social, y la obra en exhibición a menudo es relegada a una importancia secundaria. Sin embargo, en San Petersburgo, el público se mostraba absorto ante cada pintura, escrutándolo con gran interés. Además, frente a cada artista habían comenzado a formarse largas colas de personas que esperaban para hacerles serias e inteligentes preguntas de naturaleza conceptual o técnica, mientras que en el oeste las conversaciones entre artistas a menudo se centraban en temas relacionados con el mercado del arte, las relaciones con galerías y otros temas. Es cierto que Alek tenía un gran círculo de amigos, y todos habían acudido a la inauguración, pero la impresión que recibí fue la de un público realmente interesado en el arte y hambriento por desentrañar los misterios que contenía.
Recordé los numerosos almuerzos y cenas a los que nos habían invitado desde que llegamos a San Petersburgo. Considerando lo difícil que era adquirir comida, las mesas que nos presentaban indicaban un enorme sacrificio. A duras penas preparados en cocinas del tamaño de un armario, nos ofrecían abundantes platos de viandas y piroshkis, pepinillos, caballa y caviar, cuencos de borscht con panes caseros y dulces o tortas con los requeridos brindis de vodka y buen vino georgiano —esos vinos dulces de las inauguraciones, felizmente ausentes. Reunir toda esta comida requería un considerable esfuerzo. No obstante, lo compartían todo con alegre generosidad.
A menudo, las conversaciones eran de carácter literario. Fyodor, un ingeniero que vivía al lado del parque Stroganovsky, sobre el río Chernaya, nos invitó a cenar. Entre el grupo de amigos reunidos estaba Seva, que había continuado su viaje desde Chechenia para estar con Alek en San Petersburgo. Tanto él como Alek habían trabajado juntos en diseño de teatro, y después de la cena, Seva nos invitó a salir al parque y oírle recitar los últimos momentos de Pushkin en el lugar donde falleció. Desde los árboles, pudimos verle recrear el evento, describiendo con escalofriante detalle el duelo en el que el poeta cornudo se enfrentó por última vez con su némesis, Georges d’Anthès, una escena que permanecería con nosotros para siempre.
Otras veces, tomaban un giro político y me sorprendió descubrir el desprecio que tenían por Mikhail Gorbachov, quien, como iniciador de glasnost y perestroika, era muy admirado en Occidente. Vieron en él una traición a los principios de la Revolución, un hombre empeñado en ganarse el favor del Occidente capitalista, cuyas políticas inevitablemente conducirían a Rusia a un futuro decepcionante.
—Nosotros los rusos necesitamos un líder fuerte, como Stalin—, afirmó Fyodor.
Sus quejas no eran meramente ideológicas. En los pocos años transcurridos desde que comenzó la campaña de Gorbachov, muchos rusos habían visto desaparecer sus ahorros. Con el colapso de la Unión Soviética el rublo había sufrido una gran devaluación y, tras la consiguiente hiperinflacíon, los ahorros de Fyodor quedaron sin valor. Al mismo tiempo surgía una nueva clase de ruso cuyo objetivo final era la adquisición de riqueza financiera, y estos eran vistos con desprecio por aquellos del entorno intelectual de Alek. Una encuesta reciente, en la que se les preguntó a las chicas de secundaria sobre su futuro profesional, mostró que la gran mayoría esperaba convertirse en prostitutas. En las calles de la ciudad, ahora se podían ver prostitutas de alto standing bajarse de automóviles de lujo con sus pieles caras, y muchas alumnas las consideraban la clave del éxito financiero y la liberación.
Era nuestro último día en San Petersburgo y teníamos programado tomar un vuelo a Helsinki por la tarde. Pero aún no habíamos visitado el Museo Estatal Ruso con su formidable colección de iconos, y contratamos a un conductor para que nos llevara al aeropuerto, pidiéndole que pasara primero por el museo. Al entrar en el vestíbulo, Nance y yo nos acercamos a la ventanilla y pedimos dos entradas, colocando un billete de diez dólares sobre el mostrador. La mujer respondió que no aceptaba dólares y nos mandó a cambiarlos. Habiendo gastado todos nuestros rublos, solo nos quedaba lo suficiente para pagarle al conductor, así que buscamos una casa de cambio. El montón de billetes que recibimos confirmó la discrepancia entre lo que pagan los extranjeros y los nacionales por el mismo servicio. El fajo entero de billetes era el precio para que entráramos como extranjeros, pero como rusos, un solo billete sería suficiente para entrar los dos. Incapaz de tolerar esta disparidad, le pedí a Nance que fuera a la ventanilla y comprara las entradas como una rusa.
—Lo único que tienes que hacer es poner el dinero sobre el mostrador, decir, dva billete pazhalsta, ¡y ya está!—, le dije.
Practicamos varias veces, tratando de conseguir que pronuncie las palabras en un facsímil creíble del ruso, pero era incapaz. Las lenguas nunca habían sido su fuerte.
—Tendrás que hacerlo tú—, dijo ella, exasperada.
—¡Pero la señora me reconocerá de hace diez minutos y sabrá que soy extranjero!
—Quítate la camisa y preséntate en camiseta. De todos modos, ella nunca parece mirarle la cara a la gente.
En camiseta, volví a la ventanilla, coloqué mi billete solitario sobre el mostrador y pronuncié las palabras mágicas. Sin comentario, la señora deslizó dos entradas a través de la ranura y entramos. Durante la siguiente hora admiramos las obras de Andrei Rublev y sus colegas en absoluto silencio, temerosos de ser descubiertos como falsos rusos. Finalmente, completamente saciados, regresamos al conductor, quien nos depositó en las puertas del aeropuerto y descargó nuestras maletas. En mi bolsillo, todavía tenía ese gran fajo de billetes sin gastar. Se los entregué al conductor y nos dirigimos al terminal para encontrarnos con Mark y emprender el largo vuelo a casa.
Alek se había quedado atrás. Todavía tenía gente que ver y tomaría un vuelo posterior. Las interminables entrevistas, reuniones e incesantes llamadas telefónicas lo habían puesto a prueba, y el peso emocional de todo eso lo cambiaría para siempre. Después de regresar a San Francisco, Alek se recluyó, concentrándose en su propio trabajo creativo, y lo vería poco.
El año siguiente, invité a trabajar en un proyecto de monotipos en San Francisco a Natalya Nesterova, una artista que había conocido en Moscú y cuyo trabajo vi por primera vez en esa encantadora casita en el Arbat. En su honor, Nance y yo organizamos un cóctel en casa, invitando —con la ayuda de Irina— a toda la comunidad artística rusa del Área de la Bahía que pudimos reunir. En su bien equipado estudio de Moscú nos había mostrado su trabajo y nos había hablado de su hijo, que vivía en Bruselas y quien visitaba con frecuencia. Como miembro del sindicato de Artistas Sovieticos, nos quedó claro que era una artista exitosa, que viajaba libremente y exponía regularmente en Europa y Nueva York. Natalya cortésmente me recordó de que no había venido a América para conocer a más rusos, pidiendo en cambio que le permitiera trabajar a su propio ritmo de forma aislada, sin interrupciones. No obstante, pareció disfrutar de la camaradería de los demás artistas y participó con buen ánimo en los festejos. Durante toda la animada velada, Alek permaneció callado en una esquina, perdido en sus pensamientos, sin participar en las juguetonas conversaciones del los invitados.
Alek falleció tres años después. Lo encontraron en su taller, sentado frente a su último lienzo, Anastasis I, una pintura basada en el evangelio apócrifo de Nicodemo del siglo IV. Había regresado a sus raíces, a las “brasas incandescentes de los viejos iconos rusos”, como señaló el crítico V. Baranovsky. Su hijo, Vladimir Rapoport, observó que Alek “no soportó fácilmente la emigración. ‘Qué vida tan patética, todo se repite’, había dicho una vez, citando las cartas de Albrecht Dürer, otro artista que se vio a sí mismo como nacido en el lugar y el momento equivocado“.