Una fête dansante en una cala turca
Mis cinco pasajeros en la furgoneta estaban enfermos como perros. Habían estado con náuseas y vomitando desde que se levantaron esa mañana y estaban desperdiciando lo mejor del viaje hasta el mar, dormitando y revolviéndose en autocompasión. Curiosamente, yo me sentía bien, aunque algo en la cena de la noche anterior parecía haberle afectado a los demás. El que peor lo estaba pasando era el Viejo Turco, como afectuosamente le llamaba, ya que se consideraba un experto, habiendo vivido en el país con su familia durante varios años en su juventud. Confiándose de las propiedades medicinales de Pamukkale, había bebido de la fuente con gran élan y ahora tenía la barriga hinchada y dura como la piedra. A pesar de su coraje y aparente savoir-faire, el resto de la tripulación había resistido tímidamente la tentación de compartir de las aguas medicinales de Pamukkale y ahora, a la luz del día, empezábamos a tener una idea de por qué había tantas tumbas en las afueras de Pamukkale.
El trayecto hacia el mar nos llevó por montañas con bonitas escenas de pueblos pacíficos, campos ordenados y el ocasional riachuelo. Parando en un pueblo para tomar un refresco, nos topamos con un músico callejero que tocaba la pandereta, acompañado de un oso bailarín. A estas alturas, el Viejo Turco se sentía lo suficientemente recuperado como para mostrarnos cómo se hacía el baile lento con el animal. Posicionándose frente al oso, rápidamente descubrió que su afectuoso compañero de baile se le había aferrado con feroz determinación y lo vimos desesperadamente intentar de liberarse del tenaz animal. La consiguiente lucha nos dio una gran diversión, impresionados como estábamos por descubrir la habilidad del Viejo Turco en un ursino pas de deux.
El oso finalmente lo soltó y, con poco más que rasguños y un ego magullado, nuestro amigo subió a la furgoneta y continuamos, conduciendo por el camino sinuoso hacia Bodrum, emocionados con la anticipación de abordar el Lorima, un velero de 45 pies que había fletado para la semana. Estacionando cerca de la oficina del puerto, procedí a hacer el registro, firmando los documentos necesarios y revisando los sistemas del barco mientras el resto de la tripulación compraba provisiones en el mercado local.
Además de mi esposa y yo, nos acompañaban otras dos parejas. Una de ellas eran nuestros vecinos en el puerto de Sausalito que vivían a bordo de su velero y habían decidido unirse a nosotros solo en el último momento. La otra pareja estaba formada por el Viejo Turco y su esposa. A pesar de que casi no tenía experiencia en la navegación, presumía de impecables credenciales como experto en todo lo turco. Pero sus recientes episodios con las aguas de Pamukkale y el oso danzante habían ensombrado de cierto modo su reputación. No obstante, manteníamos la esperanza de que su experiencia nos iluminaría el camino a las costumbres turcas, aportándonos conocimientos que considerábamos inestimables al negociar con los lugareños durante nuestro crucero.
Temprano a la mañana siguiente, con el barco aprovisionado y todos descansados, zarpamos y pusimos rumbo para cruzar el Golfo de Gökova. El barco respondía bien al timón en la brisa fresca, navegando a nueve nudos bajo mayor rizada y foque. Pero el deficiente mantenimiento del barco por parte de la compañía turca pronto se hizo evidente, ya que perdimos el segundo y tercer cabo de rizo por la botavara y, lo que era más alarmante, comenzamos a hacer agua por el pasacasco del inodoro. También encontramos agua debajo del fregadero, aunque una simple prueba de sabor determinó que se trataba de una fuga de agua dulce de uno de los depósitos. Era obvio que tendríamos que parar para efectuar reparaciones. Una ojeada a la carta mostraba el puerto protegido de Geçi Bükü a solo unas horas de distancia y cambiamos rumbo hacia la cala, nuestros bajos ánimos considerablemente aligerados por los Bloody Marys que se distribuyeron en la bañera.
A última hora de la tarde nos adentramos en Geçi Bükü, maravillados por el espectacular paisaje. Salvajes formaciones rocosas y promontorios densamente boscosos competían con la ocasional ruina de una antigua fortaleza. El viento había cesado y el agua lucía plana como un estanque. En el interior de la cala se veían media docena de restaurantes alrededor de un pequeño muelle. Habían muy pocos barcos anclados y nos dirigimos a un lugar cerca de los restaurantes, fondeando en tres metros de lodo y amarrando la popa con un cabo a un árbol en la orilla.
Con la tripulación ansiosa por bajarse del barco, me puse a inflar el dinghy, pero pronto descubrí que era un inútil pedazo de chatarra. Varios pinchazos hacían imposible mantenerlo inflado, por lo que llamamos a un taxi acuático para que llevara a las inquietas señoras a la orilla, mientras que yo bajé a la cabina para tratar de darle sentido a nuestra situación. Al probar la radio, no pude determinar si estábamos fuera del alcance de la señal o si el VHF estaba roto, ya que solo emitía estática. Decidí hacer una lista de las reparaciones que deberíamos hacer y abordarlas en orden la mañana siguiente, comenzando por ubicar y tapar las fugas de agua. Un poco de música estaría bien, así que puse un CD en el sistema de sonido del barco. Nada. También estaba roto. Qué demonios, estábamos de vacaciones y no servía de nada enfadarme. Determinado por disfrutar de este hermoso lugar, llamé al del taxi acuático y me dirigí a tierra para unirme a la tripulación en el bar y tal vez cenar en uno de los restaurantes del muelle. Nos ocuparíamos de estos problemas por la mañana.
Esta noche nos divertiríamos.
Nos levantamos la mañana siguiente para encontrarnos con las baterías muertas y los depósitos de agua prácticamente vacíos. Las constantes fugas habían mantenido las bombas de achique y de presión de agua funcionando toda la noche, agotando las baterías; los depósitos de agua dulce se habían filtrado en los compartimentos de almacenamiento inundándolo todo; la comida y la cámara de video de nuestro compañero, así como gran parte de su ropa, flotaban en el tambucho. A estas alturas, la tripulación empezaba a quejarse del deterioro de nuestra situación y, antes de que empeorara, decidí dirigirme a tierra para telefonear a la compañía y exigirles que hagan las reparaciones, nos den otro barco, o que nos devuelvan el dinero.
Esa tarde recibimos la visita de los mecánicos de la compañía de chárter, que habían conducido desde Marmaris con herramientas, un dinghy nuevo y una alegre disposición por complacer. A última hora de la tarde, habiéndo reparado las fugas y reemplazado las piezas rotas, se subieron al coche y se despidieron, deseándonos suerte y buen viaje.
Durante el día, mientras trabajaban los mecánicos, la tripulación se separó, cada uno por su lado. Algunos fueron a nadar, otros relajaron en cubierta con un libro y los demás pasamos el día explorando el pequeño pueblo. Esa tarde nos encontrábamos a bordo disfrutando de una copa en la bañera cuando un remero entusiasta nos llamó desde su bote, invitándonos a cenar en su restaurante, informándonos que esa noche servirían jabalí fresco y que estaría honrado con nuestra presencia.
—¡Jabali! Eso sí que me apetece,—sonreí con entusiasmo. —¡No se me ocurre manera mejor de acabar con este desafortunado contratiempo en lo que por demás ha sido hasta ahora un crucero perfecto! Qué decís, ¿vamos?
La tripulación me miró con cierta inquietud, pero mi optimismo les contagió, y acordamos reunirnos con el chico del restaurante en una hora, cuando hayamos acabado nuestros cócteles. Les recordé a mis amigos que la comida turca es una de las mejores del mundo y estaba seguro de que esta noche disfrutaríamos de su excelente cocina como está hecha para degustarla: en una pequeña taberna en la hermosa Costa Turquesa, rodeados de amigos y buen ambiente.
Subiendo al dinghy, nos dirigimos hacia el muelle. Las señoras lucían sus mejores prendas y el ambiente era boyante. Nuestro barco estaba arreglado y ahora podían comenzar nuestras vacaciones en serio. Contentos, subimos la escalera y caminamos por el muelle hacia el restaurante. Aunque el clima era suave y había hecho sol todo el día, no habían puesto mesas en la terraza. Obviamente, no íbamos a comer al fresco, así que entramos al restaurante y nos tomamos unos momentos para que nuestros
ojos se adaptaran a la penumbra. A la izquierda estaba el bar, respaldado por filas de botellas polvorientas y carteles de fútbol. Una bombilla desnuda de 60 vatios alumbraba la coronilla brillante del corpulento barman que, con los brazos abiertos, dijo:
—¡Bienvenidos, queridos amigos! Por favor, tomen mesa! ¡La cena será servida en breve!
En la oscuridad, pudimos ver varias mesas puestas con manteles de plástico y nos dirigimos a una para seis personas. No se veía mucho en la parte trasera del restaurante, pero el brillo sordo de una vieja máquina de discos resplandecía con la promesa de un gran entretenimiento por venir.
El camarero rápidamente nos trajo cervezas y ensaladas, que procedimos a devorar. A pesar de la falta de glamour del lugar, me sentía optimista. Esto era real, verdadero, la esencia del lugar: ¡deleitaríamos del festín como lugareños! Terminamos las ensaladas y nos entretuvimos una media hora con el pan, esperando el Jabalí, la pièce de résistance. Pero no venía. Es obvio que el animal esperaba obstinadamente que nuestros apetitos crecieran para que podamos apreciar cada bocado con la dignidad que merecía. ¿Cómo explicar este retraso inesperado? A pesar de mi incansable entusiasmo, las damas empezaban a inquietarse y cuestionar la sabiduría de haber venido, habiéndo tanta comida en el barco que podríamos haber comido en su lugar.
Finalmente, y con gran ceremonia, nos sirvieron El Jabalí. En mi plato había varias piezas de carne chamuscada de dudoso origen que parecían colillas de habanos a medio fumar.
—Debe ser la forma local de cocinarlo —pensé, apuñalándolo con el tenedor y metiéndome un pedazo en la boca.
Entonces comencé a masticar. Después de rumiar durante varios minutos, el bocado no había cedido ni un centímetro en su determinación por desgastar mi mandíbula, reacio a dejar que incluso el más valiente de mis jugos digestivos hiciera mella en su caparazón. Estaba claro que esto iba a ser una guerra: uno de nosotros tendría que ceder, yo o El Jabalí. Así que felizmente continué masticando, ajeno a las caras que hacían nuestras esposas y las miradas preocupadas que se estaban intercambiando. Había poca conversación en esa mesa, ya que todos se centraban en su forma de masticar. Pero lo esencial de lo que pude comprobar de la opinión general sobre los orígenes de este animal era que simplemente había sido víctima de un accidente en el camino. Mi ingrata tripulación, insensible a la generosidad de estos hospitalarios turcos, insinuaba que este jabalí, si es que era un jabalí, había sido atropellado en la carretera de Marmaris, posiblemente semanas atrás, y que nuestros anfitriones finalmente habían encontrado algunos primos a quien venderlo. ¡Increíble!
Mi amigo, el Viejo Turco, sugirió que continuáramos nuestra comida con rakı, asegurándonos que después de algunas rondas todos nos sentiríamos mejor con nuestra comida y tal vez podríamos continuar con la masticación de esos trozos de carne desconsolados que permanecían obstinadamente sobre nuestros platos.
Rakı es la versión turca de rotgut (matarratas), y todavía me pregunto si la palabra turca es una derivación del inglés o viceversa, pero los resultados son muy parecidos. Después de unos cuantos tragos de rakı, el mundo parece un lugar más apacible y las preocupaciones de uno se desechan como calcetines viejos.
Las damas le agradecieron la caballeresca oferta, pero desistieron, prefiriendo regresar al Lorima y acostarse temprano. El otro varón del equipo se ofreció galantemente a llevarlas de vuelta en el dinghy mientras yo protestaba con vigor, recordándoles que la noche acababa de comenzar y que, si se iban ahora, ¿cómo volveríamos el Viejo Turco y yo?
—No hay problema, efendi!—dijo el camarero, colocando una mano alentadora sobre mi hombro. —¡Le llevaremos de vuelta en el esquife cuando quiera regresar a su barco!
Levantándonos de la mesa, noté que durante el curso de nuestra comida varios hombres habían entrado al restaurante. Las cosas mejoraban; ¡Ya no éramos los únicos clientes en el lugar! Así que, después de darles las buenas noches a nuestros amigos, el Viejo Turco y yo nos acercamos a la barra en busca de más rakı. La solitaria bombilla sobre el bar ahora estaba atrayendo moscas, y a su alrededor, tiras de pegamoscas colgaban del techo, adornadas con decenas de moscas muertas o en apuros. Para el tercer o cuarto rakı ya no sentíamos dolor alguno. El Viejo Turco y yo levantamos nuestras copas y brindamos por el comienzo de una maravillosa aventura. ¡Las cosas sí que estaban mejorando!
En ese momento surgió del Wurlitzer una animada música que añadió ambiente a la velada, gracias a los corpulentos caballeros que rodeaban la máquina de discos e iban introduciendo monedas. Sintiendo un golpecito en el hombro, me volví para ver que un tipo fornido con un enorme bigote erizado y una hermosa uniceja me estaba invitando a bailar. Sin damas en evidencia y sin ánimo de ofender, acepté gentilmente y salimos a un espacio abierto delante del bar. Imité sus gráciles movimientos, girando y chasqueándo los dedos al ritmo de la música, mientras que sus compañeros nos alentaban con aplausos. Acabó la canción y regresé a la barra, solo para que el tipo me tocara el hombro nuevamente, pidiéndome otro baile. Asentí y regresamos a la ‘sala de baile’, donde intenté una vez más imitar sus encantadores pasos. Sus compañeros seguían poniendo monedas en la máquina y el infatigable fred astaire continuaba bailando, un brillo resplandeciente de sudor cubriendo ahora su rostro viril. Después de cuatro o cinco bailes empezaba a fatigarme.
—¿Por qué no bailas ahora con mi amigo? ¡Estoy seguro de que estará encantado! —le supliqué al incansable don Juan.
Pero no, persistía en que fuera yo su compañero de baile y, a pesar de mis quejas, insistió en que le acompañara en el siguiente baile, guiñándome con su ojo vidrioso. El Viejo Turco permanecía en la barra, copa en mano, riéndose para sus adentros, claramente disfrutando de verme en apuros. ¡Lo peor es me estaba ganando con los tragos y el esfuerzo físico del baile amenazaba mi insobriedad! Le pedí al barman que interviniera.
—Ese hombre es el alcalde, efendi. Viene aquí todas las noches a comer y beber y nunca paga la factura. ¿Qué puedo hacer yo? —respondió encogiéndose de hombros.
Incapaz de desviar las atenciones amorosas del alcalde, decidí que había llegado el momento de despedirnos. Pagué la factura y le pedí al encargado del bar que nos llevara de vuelta al barco. Me informó que había un bote amarrado en el extremo del muelle y que podíamos abordar ya, que su sobrino nos alcanzaría en un momento. Subí a bordo y me instalé en el banco del travesaño, sentado estilo indio en la popa. El Viejo Turco se subió y se sentó en la proa. A los pocos minutos el sobrino vino corriendo por el muelle, dio un salto y aterrizó en medio del bote. Tomando los remos, comenzó a remar hacia el Lorima y yo contemplé un cielo repleto de innumerables estrellas, reflexionando sobre la belleza del momento, la paz y la tranquilidad de una cala tranquila, el silencio de la noche y la presencia inmóvil de las pocas embarcaciones fondeadas. Esta era la experiencia por la que habíamos recorrido medio mundo.
Observé que el sobrino remaba con gran esfuerzo y me pregunté si el chico simplemente era débil o si el bote tenía el casco tan sucio que apenas se movía. Llegando al borde del Lorima, mis meditaciones se cortaron de seco al ver que el Viejo Turco, con el sobrino sujeto a su espalda como un mono, daba un salto para agarrar los obenques y subirse a bordo. En una fracción de segundo me encontré flotando en el agua. El bote se había hundido bajo mis pies como una roca. Perdido en las musarañas, no me había percatado de que la acrobática entrada del sobrino desde el muelle había perforado el fondo del bote y habíamos estado haciendo agua todo el trayecto desde el restaurante.
Empapado, me arrastré a bordo para encontrarme en cubierta con una malhumorada tripulación, despertada por la conmoción. Discutimos sobre qué hacer con el sobrino. Argumenté que deberíamos llevarlo de vuelta en el dinghy, ¡que le debíamos al menos eso! Pero el Viejo Turco insistió en que todos estábamos demasiado ebrios y simplemente deberíamos “¡dejar que nadara el cabrón!” Ansiosos por volver a la cama, todos secundaron su sugerencia y se acostaron. Yo puse mi ropa a secar y le di al sobrino una manta para que durmiera sobre los cojines de la bañera.
La mañana siguiente me levanté en una niebla aturdida y vi que el sobrino había desaparecido. No quedaba rastro de él en cubierta y me pregunté si la Danza con el Jabalí de la noche anterior había sido solo un sueño inducido por el rakı, cuyo vago recuerdo ya empezaba a desvanecer. Pero mirando por el costado, vi el esquife tendido en silencio en el fondo y un nuevo día había comenzado.