Escondida detrás de torrentes y altos picos se encuentra la provincia peruana de Vilcabamba, conocida en quechua como Huillca Pampa, o la Llanura Sagrada. Es un lugar notorio por su inaccesibilidad. A excepción de Chuquichaca, donde un puente cruza la confluencia de los ríos Vilcabamba y Vilcanota, solo se puede acceder por algunos cruces de cables o puentes suspendidos. Escasamente poblada, esta provincia de unos 4000 kilómetros cuadrados está protegida por imponentes barreras naturales en todos los lados: al norte, el río Urubamba o Vilcanota ruge entre cañones escarpados o laderas densamente boscosas, y su frontera sur está formada por el poderoso río Apurímac (Gran Orador, en quechua) y las cumbres de 5000 a 6000 metros de la cordillera de Marcacocha que se extiende hacia el norte desde el Salkantay.
Durante treinta y seis años los incas se refugiaron de los conquistadores españoles en la soledad infranqueable de Vilcabamba, salvaguardando en su aislamiento una independencia incómoda que alternaba entre el apaciguamiento y la rebelión. Los españoles habían despojado al Inca de su oro y esclavizado a una gran parte de su imperio, mientras que otras tribus, recientemente subyugadas, desertaron al bando de los invasores. No obstante, entre 1536 y 1572, cuatro monarcas lograron mantener con vida desde su refugio a los antiguos dioses y viejas costumbres en un país cada vez más controlado por misioneros comprometidos a la conversión de paganos idólatras. En 1571, un nuevo virrey llegó al Perú con el mandato de acabar con el “problemático” monarca, y al año siguiente envió a sus tropas a tomar Vilcabamba. Los españoles saquearon la capital de Vitcos, pero encontraron que el Inca había huido. Su rastro los llevó a la selva, donde fue capturado y llevado en cadenas al Cuzco, sometido a un juicio sumario y condenado a muerte por garrote vil.
La ejecución de Tupac Amaru puso fin al linaje del Inca para siempre, pero en las ruinas de Vitcos, su última capital, y en Vilcabamba la Vieja, su refugio final, dejó atrás las huellas de una valiente y desesperada oposición frente a un enemigo despiadado. ¿Cómo había logrado el Inca, con solo un pequeño grupo de seguidores, sobrevivir contra todo pronóstico, perseguido sin tregua por la maquinaria militar más poderosa del siglo XVI? ¿Fue la dificultad del terreno lo que permitió a los incas vivir sin impedimentos en su aislamiento? ¿O fue una estrategia militar superior que mantuvo a los conquistadores de sus puertas?
En 1974 yo vivía en el Valle Sagrado de los Incas del Perú, inmerso en la historia de los incas y en la historia de la conquista. Cuanto más aprendía, mayor era mi determinación de ver por mí mismo lo que solo había leído en los libros. Así que, una madrugada de primavera, salí de mi casa en el antiguo molino de Urpihuaylla para embarcarme en un viaje a Vilcabamba que duró tres semanas. Como compañeros de viaje llevé dos caballos: Cariblanco, un potro castaño de paso fino, y Q’orisumac, un palomino de carga. Esta es la historia de ese viaje. Las páginas que siguen son una transcripción de mis apuntes vespertinos, escritos sobre un viejo y manchado cuaderno en una carpa húmeda, al amparo de la lluvia, encontrado entre papeles viejos enterrados durante medio siglo.
Domingo, 13 de octubre — día 1
Ya ha amanecido y los dos caballos están listos para partir. La carga reposa cómodamente sobre el lomo de Q’orisumac. Lleva todo mi equipo: tienda de campaña, saco de dormir, lámpara de queroseno, estufa Primus, materiales de cocina y otros efectos personales, así como anzuelos, hilo de pescar, espejos e instrumentos de costura, sal y otros artículos con los que trocar con los indios. Cariblanco está ensillado y lleva tiempo relinchando con impaciencia, ansioso por salir. Monto y, con el caballo de carga cogido por una cuerda, cruzamos el arroyo y descendemos por el sendero hacia el pueblo de Taray y el Valle Sagrado, donde el río Vilcanota fluye río abajo para alimentar el Amazonas. Las pocas personas que se ven a esta hora son campesinos cuidando sus pequeños huertos de maíz joven en ordenadas parcelas junto al río. De las casas dispersas surge la humareda del desayuno y el canto de los pájaros llena el aire. Una densa retama bordea el camino y su dulce aroma nos sigue por el valle.
Flanqueado por altos picos, el fértil Valle Sagrado de los Incas bordea el Río Vilcanota (Río Sagrado: Huilcamayo en Quechua), conocido más abajo como el Urubamba. A lo largo de sus cien kilómetros hay extensas terrazas incaicas y numerosos sitios arqueológicos, testimonio de su enorme importancia durante el Imperio. Lugar predilecto durante años para las propiedades reales del Inca y casas rurales de la nobleza, su baja elevación y suave clima lo hacen ideal para la siembra del maíz, cultivo de prestigio para los Incas, del cual se elabora la chicha, un brebaje fermentado consumido aún en enormes cantidades por los indios durante sus numerosas fiestas ceremoniales.
Tres leguas* aguas abajo se encuentra el pequeño pueblo de Calca, sede del antiguo palacio de Manco Inca y hoy la capital administrativa del Valle. En una amplia plaza en el centro ato los caballos delante de la puerta de la Quinta Malagy, donde me sirven unos huevos fritos con tostadas. Después de desayunar seguimos río abajo, llegando por la tarde al pueblo de Urubamba, detrás del cual un sendero nos conduce por un cañón hacia el nevado Chicón. Lo seguimos hasta llegar a la Casa Chicón, una antigua granja que media docena de jóvenes brasileñas, conocidas del Cuzco, han alquilado y he aceptado su invitación para visitarlas. Pero las encuentro a casi todas enfermas con algún tipo de gripe intestinal, y me paso la tarde bebiendo su vino de frambuesa escuchando con media oreja a Consuelo quejarse del estado general de las cosas, distraído por los chirridos de los miles de periquitos verdes que anidan en los árboles. Grandes bandadas de aves suben de las tierras bajas para anidar y criar en el valle, atraídas por el clima primaveral de Urubamba, y el ruido que hacen al final del día es ensordecedor.
Lunes 14 de octubre — día 2
Con promesas de regresar, me despido de las encantadoras damas y bajo al pueblo colonial de Urubamba. Casas encaladas con tejados andaluces rodean una amplia plaza donde los niños juegan entre las flores bajo la sombra de palmeras y cedros. En una calle lateral, encuentro el mercado y ato los caballos para disfrutar de un zumo de frutas en el puesto de una tendera. Continúo el viaje río abajo hasta el cañón de Yanahuara, donde se encuentra la casa de Carl y Tina Bernstein, una pareja de expatriados estadounidenses que hace años vive en el Valle. Me reciben en su amplia terraza con cervezas y tamales y, mientras Tina prepara el almuerzo, les cuento sobre el viaje en el que me he embarcado. Ambos están interesados en aprender más y pasamos varias horas estudiando mapas, discutiendo los senderos y comparando notas sobre la historia de los Incas, un tema sobre el que Carl sabe mucho.
En su apogeo, los incas controlaron un vasto territorio que abarcaba la longitud de los Andes e incluía una gran parte del noroeste de América del Sur. En el corazón de un imperio conocido como el Tahuantinsuyo (Las cuatro regiones) se encontraba la ciudad del Cuzco, su capital militar, religiosa y económica. El gobernante se llamaba el Inca y generalmente se casaba con una de sus hermanas o medias hermanas, conocidas como coyas. El poder pasaba de padre a hijo, o de hermano a hermano, generando una línea dinástica de realeza Inca que duró trescientos años. Aunque los Incas habían existido como desde el siglo XII, fue solo en el siglo anterior a la llegada de Pizarro, durante los reinados de Pachacutec e Inca Yupanqui, que expandieron enormemente su imperio, agregando, a través de conquista militar y la asimilación pacífica, un territorio que se extendía desde Colombia hasta el norte de Chile. En su expansión territorial, el Inca primero les ofrecía a los líderes vecinos regalos o bienes de lujo, exaltando los beneficios que recibirían al unirse a su Imperio. La mayoría aceptaba y consentía pacíficamente, , ya que de lo contrario se enfrentaban a conquista militar y ejecución.
«Los antiguos jefes del nuevo distrito se les mantenía en sus cargos y … sus hijos eran tomados como rehenes al Cuzco para que se les enseñara el sistema inca … y las vacantes en la administración se llenaban con personas locales o especialistas traídos de las provincias más antiguas … Barajando la población, las unidades políticas más antiguas se fracturaban y era más difícil para los habitantes de una provincia planear una revuelta. Cuando se conquistaba una nueva provincia, se traían colonos de alguna provincia que había estado bajo el gobierno inca lo suficiente para conocer el sistema, y en su lugar se enviaban los elementos más recalcitrantes de la nueva provincia a colonizar otros lugares. A estos colonos se les llamaban mitimaes».
Con una gran nobleza conocida por los españoles como orejones — caracterizada por los grandes discos de oro que llevaban en los lóbulos de las orejas — y una influyente clase de sacerdotes, el imperio Inca fue sobre todo una teocracia militar. Sus principales deidades fueron el creador Viracocha, el dios del sol Inti y otros cuerpos celestes, creencias animistas que incluían la veneración de la diosa de la tierra Pachamama y los espíritus de los nevados conocidos como apus. Considerado un descendiente directo del sol, el Inca disfrutaba de un estado divino. Las momias de sus antepasados eran custodiadas por mamaconas (mujeres consagradas dedicadas al cuidado de santuarios) en templos sagrados y sacadas para ocasiones ceremoniales. A veces utópica o socialista, su economía carecía de mercados o moneda. Los campesinos estaban obligados a trabajar en la agricultura con herramientas de mano y llenar graneros y depósitos hasta que se cumpliera una cuota, reservas que eran la garantía del estado contra futuras hambrunas. Proyectos que requerían muchos trabajadores, como servir en el ejército, trabajar en las minas de oro o en la construcción de monumentos, edificios públicos, puentes o carreteras, utilizaban un sistema conocido como m’ita. El m’itayoc requería que todos los hogares proporcionaran una persona que pudiera realizar una cantidad determinada de trabajo para el gobierno cada año, por encima de los requisitos agrícolas del estado.
Los incas no conocían la escritura. En cambio, tenían un sofisticado sistema de comunicación que consistía en quipus (mensajes en cuerdecillas anudadas) entregados por chasquis (corredores) a través de una extensa red de carreteras que cubrían todo el imperio con convenientes tambos, paradas de descanso totalmente aprovisionadas, situadas cada ocho leguas. Aunque en su arquitectura no habían descubierto el arco, eran excepcionales albañiles y canteros. Sus fortalezas y palacios se construyeron con una mampostería poligonal de tal precisión, que en los cuatro siglos transcurridos desde la conquista los terremotos que frecuentemente sacuden la zona no han podido desplazar sus perfectamente encajadas piedras. Se han encontrado ruedas en los juguetes precolombinos, pero la orografía vertical de los Andes hizo su uso impracticable y no se utilizaron para el transporte. Cargas sobre distancias se transportaban por porteadores y llamas; No tenían otras bestias de carga.
Después del almuerzo, continúo mi viaje bajando el Valle Sagrado hacia Ollantaytambo, donde llegamos por la tarde a un estrecho desfiladero bajo el cual se encuentra el pueblo, protegido por una colosal fortaleza. Antiguamente el palacio del Inca Pachacutec, fue posteriormente fortificado con ciclópeas murallas de mampostería poligonal, sus piedras perfectamente ordenadas para formar un imponente muro perpendicular que sube la ladera de la montaña. En lo alto se encuentran edificios ceremoniales, cuarteles y otras estructuras, así como muchas más fortificaciones. Dentro del complejo hallamos los manantiales y los patios donde el Inca y su familia una vez descansaron y bien puedo visualizar el temor de Almagro, horrorizado como debe haber estado ante semejante construcción. Es una estructura impresionante diseñada para intimidar al más implacable oponente.
Me acerco a un recinto tranquilo y decido acampar junto a un lugar conocido como “Los Baños de la Ñusta” (Los baños de la princesa), donde un suave flujo de agua brota de la roca viva hacia una serie de pozas de piedra. El silencio absoluto es interrumpido solo por el ligero murmullo del agua que gotea a través de las compuertas e invoco a las princesas incas que se bañaron aquí y le dieron su nombre a este lugar sagrado, recordando un viejo verso transcrito por Garcilaso en 1560:
En este lugar
dormirás.
A medianoche
vendré
Mis reflexiones se ven interrumpidas por un hippie que aparece de pronto. Es un rezagado del Kumbha Mela del mes pasado, la reunión hindú a las orillas del Vilcanota que juntó durante una semana a cientos de devotos en un festival de canto y meditación. Me pide dormir en mi tienda y yo consiento, pero me paso la noche arrepintiéndome, ya que tengo que escuchar sus tediosas censuras contra fumar, comer carne o usar zapatos de cuero.
Martes 15 de octubre — día 3
El hippie se ha ido por su lado y me alegro haberme deshecho de él. Anoche, un guardia apareció para decirme que acampar aquí está prohibido. Lo invité a un trago de ron asegurándole que saldríamos por la mañana. Esta mañana regresa disculpándose por el arengue de la noche anterior y pasamos una agradable hora charlando mientras levanto el campamento y cargo los caballos. Hambriento por desayunar, me dirijo a Ollantaytambo, el pequeño pueblo que se encuentra al pie de la fortaleza.
Bajo un tenue sol una suave niebla descansa sobre la población. Se ve muy poca gente a esta hora y observo que no hay apariencia de la prosperidad que vimos en Urubamba. Las viviendas son simples estructuras de adobe, sus encaladuras muestran signos de prolongada negligencia y muchas de los casas tienen tejas rotas. Sin embargo, de las ruinas de una civilización desaparecida brota una nueva vida. Gran parte del pueblo está construido sobre los restos de edificios incas, y humildes casas de adobe se levantan de las perfectamente encajadas piedras poligonales. En una calle desierta, un canal de piedra corre bajo un muro donde una mujer enjuaga maíz. Le pregunto dónde comprar herraduras para Q’orisumac y me dirige al herrero del pueblo, que las arregla en el acto, cobrándome 8 soles.
Al pie de un cañón está Huayrac Puncco (Puerta del Viento), donde acampamos en una arboleda cerca de la casa de un campesino. El nevado Verónica se eleva en lo alto (conocido en quechua como Apu Huacay Huilca, el Señor de las Lágrimas Sagradas), y me recuerda que mañana escalaremos el paso que nos llevará alrededor de esta cumbre de 6000 metros de altitud. Es un lugar pastoral para acampar, aunque fiel a su nombre, el viento baja chillando por el barranco, lo que dificulta mantener encendida la Primus. Las impurezas en el queroseno tapan la boquilla y apagan la estufa, obligándome a limpiarla con mi pequeña herramienta-aguja. Intento volver a encenderla, pero esto solo hace que la estufa se incendie, echando enormes columnas de humo y hollín, y la tengo que apagar para volver a calentar la boquilla con un poco de alcohol en el platillo de preparación. Después de varios intentos, finalmente logro preparar una decente cena y paso el resto de la tarde leyendo al sol mientras los caballos comen hasta saciarse con el tercio* de alfalfa que le compré al campesino.
* Medida arcaica del peso todavía en uso en los Andes, aproximadamente equivalente a la cantidad que un hombre puede cargar.
Miércoles 16 de octubre — día 4
La mañana amanece despejada y salimos de Huayrac Puncco, bajando el valle de Vilcanota (ahora llamado Urubamba) los pocos kilómetros hasta llegar al pequeño pueblo de Tanccac. Detrás, sube un largo cañón que nos llevará por encima del hombro del Verónica, cruzando el paso Panticalle para luego descender a las bajas tierras tropicales. Es una escena de serenidad bucólica: el estrecho sendero nos lleva por fincas dispersas, animales pastando tranquilamente a la luz de la mañana. En sitios, se ve que el camino de herradura está pavimentado con piedras cuidadosamente labradas, y recuerdo que subimos por lo que en su tiempo fue el Camino Real de Vilcabamba. Cuando Manco Inca huyó de Ollantaytambo con Orgóñez pisándole los talones, ordenó que se rompiera la calzada, esperando así obstaculizar el progreso de los caballos. Los restos son obvios: piedras rotas yacen dispersas por el camino.
Tres horas después nos encontramos con un conjunto de ruinas. Sobre una serie de andenes concéntricos se ven casas circulares, quizás hayan sido depósitos de grano para alimentar al ejército inca. Una estructura de piedra muy finamente labrada se asienta sobre un peñasco que ofrece una vista estratégica del valle. A su lado hay una enorme roca pintada de un extraño azul-amarillo. ¿Que habría sido? Las terrazas sugieren un habitáculo o aposento de largo plazo, quizás un antiguo palacio inca, pero no encuentro ninguna referencia a ella en mis notas.
Ensombrece y comienza a llover. El aire enrarecido a esta altitud cansa a los caballos que se esfuerzan por seguir adelante. En un estrecho desfiladero cerca de la cima encontramos la solitaria comunidad de Piñas, casas aisladas de piedra, adobe y paja. Lo dejamos atrás y seguimos por el camino en ruinas hacia la puna, cruzando el límite de la vegetación hasta llegar al paso Panticalle. La lluvia se ha convertido en nieve y alcanzamos la cima empapados hasta los huesos y tiritando de frío. La visibilidad se ha reducido y a duras penas veo las orejas del caballo, pero siguiendo el camino de herradura hacemos un rápido descenso por por la orilla del río Lucumayo, a esta altitud solo un mero arroyo. Al cabo de unas horas se despeja el cielo, desvelando una vista asombrosa de los majestuosos nevados que flanquean nuestra izquierda. Valle abajo se encuentra Chachayoc, una pequeña aldea donde un vecino me informa que el camino por el valle del Lucumayo a Chaullay es intransitable debido a los recientes huaycos, o deslizamientos de tierra, que han destrozado el sendero. Si quiero continuar me veré obligado a subir montaña arriba hasta la carretera que pasa por encima.
Con cierto desazón, monto la tienda de campaña para pasar la noche al pie del Verónica y suelto los caballos para dejarlos pastar del ichu, la hierba escasa de la puna. Mi quechua es solo rudimentario y ninguno de los aldeanos habla español; desafortunadamente, la comunicación se mantiene al mínimo.
Acurrucado en mi tienda, rezo para que el sol de mañana seque mis cosas y leo.
La llegada de Pizarro a Perú en 1532 coincidió con el final de una sangrienta guerra fratricida entre dos hijos del Inca Huayna Capac. El heredero del Inca era su hijo Huascar, que controlaba Cuzco y el Sur. Quito y el Norte lo gobernaba su hermanastro Atahualpa, quien con su ejército se había levantado en rebeldía contra Huascar para apoderarse de todo el Imperio. Cuando Pizarro llegó a Cajamarca con su pequeña banda de conquistadores, se apoderó de Atahualpa y lo aprisionó, exigiendo como rescate una habitación llena de oro. Atahualpa dio la orden y durante meses, porteadores y trenes de llamas llegaron desde todo el Imperio a Cajamarca cargados con oro y plata, arrancados de las paredes de templos, que los españoles rápidamente fundieron en lingotes. Algunas efigies y paneles se guardaron de los hornos para enviarlos al emperador Carlos I, quien, después de expresar admiración por ellos, los hizo convertir en monedas. Así se perdieron para siempre muchas obras maestras del trabajo de los orfebres incas.
Desde su cautiverio, Atahualpa mandó llamar a Huascar para su liberación, solo para hacerlo matar en el camino del Cuzco. Meses después, cuando se había llenado la habitación de tesoros, Pizarro agarrotó a Atahualpa y coronó a Tupac Huallpa, otro de los hijos de Huayna Capac, como rey títere en su lugar. Tras el asesinato de Atahualpa, Pizarro y su compañero de armas, el recién llegado Diego de Almagro, dividieron el tesoro del Inca y marcharon con su ejército al Cuzco, la capital del Tahuantinsuyo. Pero Tupac Huallpa murió inexplicablemente durante la marcha y, al llegar a Cuzco, Pizarro rápidamente coronó a otro de los hijos de Huayna Capac, el joven Manco Inca, a quien le otorgó la orla real.
Durante los primeros años de la ocupación española las relaciones con los indios se mantuvieron con relativa calma. Tranquilizado por haberse librado de la amenaza de muerte de su hermanastro Huascar, Manco fue un colaborador obediente. Pero dos de los generales de Atahualpa, los recalcitrantes Quisquis y Rumiñawi, se alzaron en una feroz oposición contra la invasión y reavivaron las antiguas hostilidades entre Huascar y Atahualpa. En respuesta a esta amenaza, Almagro envió a Hernando de Soto a Quito en campaña contra los generales y Manco se unió a la expedición con un gran ejército nativo. Con la ayuda de las fuerzas nativas los recién llegados conquistadores derrotaron a los quiteños y unificaron el imperio bajo dominio español. Manco regresó al Cuzco con los conquistadores, un monarca fortalecido, libre de las intrigas de los pretendientes y confiado en la lealtad de los españoles.
Los ahora bastante enriquecidos conquistadores se habían asignado todos los palacios incas del Cuzco. El gran número de indios que habían recibido con sus encomiendas (concesiones reales de tierras y obreros como recompensas por el servicio a la Corona) les proporcionaba un ingreso estable y disfrutaban de una vida de lujo en la ciudad. Pero las tensiones aumentaron entre Pizarro y su compañero Almagro, quien estaba profundamente resentido por la parte desproporcionadamente pequeña del tesoro inca que había recibido en Cajamarca. El emperador Carlos V había decretado que el imperio inca debía dividirse entre los dos, con Almagro recibiendo el mando del sur y Pizarro el norte. Cuzco, sin embargo, quedaba geográficamente entre los dos, y ambos comandantes lo reclamaban, amenazando con una nueva guerra civil entre los conquistadores.
Almagro utilizó su dinero para formar un ejército y se dirigió a Chile, confiado en que encontraría riquezas aún mayores en el sur. Francisco Pizarro partió hacia la costa para fundar la capital colonial (Ciudad de los Reyes, a la que más tarde rebautizó como Lima), dejando el Cuzco al cuidado de sus hermanos menores, Hernando, Gonzalo y Juan. En su ausencia, los hermanos establecieron una dictadura de corrupción, brutalidad e intimidación. Cada día llegaba un flujo constante de nuevos conquistadores al Cuzco, codiciosos por el oro. Pero encontrando poco tesoro por reclamar, extorsionaron al Inca con una sistemática campaña de hostigamiento y humillación. Titu Cusi, el hijo de Manco, relató años después que en su insaciable demanda de oro, los españoles a menudo le escupían y orinaban sobre su padre, quien, para presionarlo más, los Pizarro tenían encarcelado. Manco estaba horrorizado por este trato a su persona real y desilusionado por las promesas rotas de aquellos que había considerado sus amigos. Después de varios intentos fallidos, Manco logró escapar de su confinamiento, huyendo al Valle Sagrado, donde se retiró a su palacio de Calca con sus generales para formular una estrategia. Los españoles que permanecieron en el Cuzco colocaron a Paullu Inca, otro de los hijos de Atahualpa, en el trono títere con el título de Sapa Inca.
Con Pizarro lejos y Almagro en Chile, Manco pensó que recuperar el Cuzco sería una tarea fácil, por lo que envió a su general Villac Uma con 150,000 guerreros a marchar sobre la ciudad, cuya defensa estaba bajo el mando de Gonzalo Pizarro. Los hombres de Manco sitiaron la antigua capital, incendiaron los tejados de paja y enfrentaron a los aterrorizados españoles en innumerables batallas. Una gran cantidad de indios tomaron la fortaleza de Sacsahuaman sobre la ciudad, y Juan, el más joven de los Pizarro, lideró una carga desesperada para retomarla. Durante una escaramuza el día anterior había recibido una herida de piedra en la mandíbula y su cara se le había hinchado demasiado para usar un casco. Espoleando su caballo en la refriega, fue derribado por un golpe de honda a la cabeza, falleciendo esa misma noche. Sin embargo, a los pocos días sus compatriotas y los aliados Cañari pudieron recuperar la fortaleza y poner a la espada a miles de los guerreros incas.
La revuelta de Manco abanderó todo el país en su lucha y Villac Uma y otros generales incas reunieron tropas nativas contra las fuerzas españolas, matando a muchos, incluidos casi todos los españoles que quedaron en Jauja. Desde Lima, Pizarro envió peticiones a los gobernadores españoles en otras partes de las Indias pidiendo ayuda para retomar el Perú, y muchos acudieron en su ayuda, enviando a cientos de hombres y caballos desde Panamá, Nicaragua y México.
Almagro regresó al Cuzco en 1537, completamente desmoralizado. Tras haber soportado casi dos años de penurias extremas, no había encontrado oro en Chile. Había atravesado abrasadores desiertos y montañas heladas solo para sufrir una humillante derrota de parte de los belicosos mapuches, quienes dejaron a sus tropas diezmadas y en harapos. Al enterarse del maltrato de los jóvenes Pizarro a la persona del Inca, los encarceló a ambos. Su siguiente acto fue bloquear la llegada de los refuerzos de Pizarro que amenazaban con arrebatarle el control provisional de Cuzco. Las dos fuerzas se encontraron en la llanura de Abancay, donde, tras una batalla sin apenas derramamiento de sangre, la mayoría de los hombres de Pizarro cambiaron de bando y se aliaron con Almagro.
Ahora en control del Cuzco, llevó un gran ejército al Valle Sagrado para negociar una paz con Manco. Le escribió al Inca expresando su profunda preocupación y remordimiento por el trato que había recibido de los españoles y prometió que los hermanos Pizarro serían juzgados por sus crímenes. Almagro entonces invitó al Inca a regresar al Cuzco, prometiéndole que podría vivir a salvo, pero Manco había oído rumores de que la verdadera intención de Almagro era enviarlo a España encadenado y desconfiaba de sus motivos. La muerte de algunos indios en Calca por hombres de Almagro confirmó sus sospechas y pronto se dio cuenta de que Almagro era tan indigno de confianza como Pizarro. Se retiró a la antigua fortaleza de Ollantaytambo y se preparó para la guerra. Los españoles le siguieron con su caballería y con un gran contingente de tropas nativas hostiles a los incas atacaron la fortaleza. En la batalla que siguió, los incas modificaron el curso del río y expulsaron a los conquistadores del valle.
Pero fue una victoria pírrica. Durante los ocho meses que duró el asedio, el ejército de Manco había hecho poco más que hostigar a los 196 españoles (y sus aliados Cañari) que habían quedado en el Cuzco para defender la ciudad, y su incapacidad para tomar la capital fue un golpe humillante. Manco se dio cuenta de que nunca recuperaría su imperio. A pesar de su abrumadora superioridad en número, las armas primitivas de piedra y bronce de sus guerreros no podían competir contra hombres a caballo, armados con espadas de acero y arcabuces. Además, cada día llegaban de España más refuerzos montados, todos hambrientos de botín o sus despojos. Su única esperanza quedaba en retirarse a la parte más inaccesible del Imperio, donde esperaba poder vivir en paz con sus seguidores, un Inca fugitivo libre del hostigamiento de los españoles.
Y así fue que los incas entraron en Vilcabamba.
“El Inca reunió a todos aquellos de la sangre real que pudo encontrar, hombres y mujeres por igual, y se retiró al bosque salvaje de Antis a un lugar llamado Villcapampa donde vivía en el exilio y la soledad como se puede imaginar a un príncipe desposeído y desheredado. viviría…”
Inca Garcilaso de la Vega
Comentarios Reales de los Incas, 1609
Jueves, 17 de octubre — día 5
Esta mañana ha salido el sol pero hace mucho frío. Recojo mi ropa empapada y la cuelgo a secar. Mis botas están en muy mal estado y dudo que puedan repararse; una suela se ha arrancado y flojea inútilmente. Llamo a la puerta de la choza del anciano de la aldea y en un quechua roto le pregunto por la ruta que estoy tomando. Me informa que es un viaje de un día por el valle hasta las plantaciones de té de Huyro y dos días más hasta Chaullay, donde el río Vilcabamba se encuentra con el Urubamba. Pero repite la advertencia de la noche anterior sobre el camino y me presenta a un compañero que está dispuesto a guiarme hasta la carretera. Nos conformamos con su honorario: un espejo.
Con mi equipo ya seco y los caballos cargados, espero media mañana para que se presente el guía, pero pronto me doy cuenta de que no va a venir, tal vez debería haberle ofrecido dos espejos. A esta elevación, la vegetación es muy escasa y estoy ansioso por bajar a otras altitudes, donde los caballos puedan encontrar forraje decente. Una ojeada al mapa sugiere que Amaybamba podría ser un buen lugar para descansar y bajo un cielo amenazante seguimos el descenso por el barranco del Lucumayo. En el camino nos encontramos con una serie de edificios de mampostería fina con dinteles de granito en muy buenas condiciones. Su origen es claramente inca, aunque muestran evidencia de uso reciente.
Bajo una lluvia torrencial me encuentro con un campesino pastando a su vaca, que me confirma que los recientes huaycos han eliminado el sendero por completo. Viajar por este camino es imposible; la única manera de continuar es seguir un camino que bordea la ladera de la montaña a quinientos metros sobre el río. Para llegar a ella, debemos escalar por una trocha empinada que serpentea entre grandes rocas sobresalientes.
El ascenso es dificilísimo. Los caballos luchan en el barro resbaladizo y desmonto para dejarlos subir solos, agarrado a la cola de Cariblanco. La carga de Q’orisumac es golpeada por las rocas y escucho que cosas se rompen. Entre las patas de los caballos caen riachuelos en cascada desde arriba; un paso en falso nos hará caer al barranco. Llegando a la cresta de un promontorio nos topamos con un pantano que enfanga a los caballos y hunde mis botas en el barro hasta el tobillo. Trepamos y encontramos otro río, pero es solo un arroyo poco profundo, fácil de vadear. Continuamos, jadeando, hasta que finalmente, agotados, llegamos a la carretera. Todo está mojado, pero la lluvia ha empezado a amainar.
Unos débiles rayos de sol agujerean la niebla para revelar un camino de tierra, con el agua una lustrosa cinta de plata que baja serpenteando por un valle que progresivamente se hace más verde. Se ven algunos cultivos de té y coca en las laderas y al cabo de unas cuatro leguas llegamos a las plantaciones de té de Alfamayo. Es un pequeño pueblo de casas construidas a la ligera que tiene la apariencia de un cruce fronterizo. Hay un control policial para los transportes de coca con destino al Cuzco y desmonto para presentar mi documentación. La señora Zamora, que vive justo al lado, amablemente me invita a su casa a tomar una taza de té. Es bueno descansar y salir de la lluvia.
A medida que descendemos el valle la vegetación se vuelve más frondosa y las laderas están ahora cubiertas por una oscura alfombra verde de plantaciones de coca, té y cacao. A última hora de la tarde llegamos a una casa abandonada en medio de una plantación de té, detrás de la cual hay un campo de ricos pastos que me llegan hasta las rodillas. Desensillo a Cariblanco y le quito la carga a Q’orisumac, dejándolos sueltos para que pasten y meto todo el equipo en la casa. Aunque en ruinas, esta simple estructura de zarzo y barro, y su techo de hojalata oxidada ofrece refugio de la lluvia. Esta noche escucho el tamborileo incesante de la lluvia sobre el tejado y admiro la lujosa abundancia que nos rodea, agradecido por el cambio después de las duras condiciones de la puna.
Viernes, 18 de octubre — día 6
Llovió mucho durante toda la noche, pero estoy seco y los caballos han comido bien. El día se aclara. Refrescado tras una buena noche de sueño, guardo las cosas del desayuno y ensillo a Cariblanco. Nos dirigimos hacia las ruinas de Inca Tambo, encontrándolas en la orilla sur del Lucumayo a unos pocos kilómetros. Son bastante pequeñas, tal vez una parada de descanso para el Inca y su entorno o una estación de paso para los chasquis. No parece que les quede mucho, aunque probablemente solo necesiten excavar. Continuamos nuestro descenso entre laderas completamente cultivadas en té.
En Umasbamba nos encontramos con una escena muy desoladora: la hacienda se encuentra en ruinas. Destruida por la Reforma Agraria, no queda mucho. El número de haciendas destruidas durante la agitación política es difícil de cuantificar. Algunos hacendados, ricos terratenientes amargados por las expropiaciones, prefirieron ver sus casas destruidas antes de entregárselas a los indios, y muchos incendiaron sus propiedades. Otras haciendas fueron saqueadas por los campesinos en represalia por injusticias reales o imaginadas, y en su celo a menudo dejaron solo ruinas vacías donde una vez hubieron grandes mansiones.
Más tarde, me entero de que hemos pasado las ruinas de Guamán Marca, donde se supone que Pachacutec construyó su palacio. No sabía nada de ellas en aquel momento y me perdí visitarlas. Quizás podamos explorarlas al regreso. Al mediodía llegamos a Amaibamba, el centro de las cooperativas de té. Es un lugar con mucho movimiento, con gente que llega de los campos y otros que secan las hojas o empacan sacos para el mercado. Los trabajadores de la cooperativa son simpáticos y me invitan a tomar una cerveza en la sala común. Les pregunto por ruinas incas. Amaibamba se menciona en las crónicas como un pueblo inca y espero encontrar rastros, pero no conocen ruinas a lo largo del río; quizás se encuentren más arriba en la montaña.
Observo un aumento constante de signos de ‘civilización’ a medida que descendemos por el valle. En este exuberante clima quedan pocos vestigios de la cultura inca. Ya no se ven los coloridos trajes nativos, ni los rebaños de llamas tan frecuentes en el altiplano. También han desaparecido los techos de tejas o paja de las altas elevaciones altas. Las casas aquí tienen techos de chapa ondulada y paredes construidas con bloques de cemento o barro y zarzo. De vez en cuando vemos un automóvil, oímos más español, menos quechua.
A media tarde llegamos a Huyro, la capital de la industria tetera del Perú. Es un polvoriento barrio de chabolas con decenas de personas arremolinadas, trabajadores de plantaciones disfrutando de sus horas de ocio y un grupo de bonitas colegialas chismorreando alegremente. Unos niños saludan nuestra entrada al pueblo corriendo detrás de los caballos gritando:
—¡Gringo! ¡Gringo! ¡Gringo jeringo, saca tu pingo para el domingo! A lo que les respondo—¡Cholo pocholo, cómprame un polo!
A la salida del pueblo, junto a un gran campo en barbecho la nueva escuela está en construcción. Suelto a los caballos, dejándolos pastar en el frondoso pasto y guardo mi equipo en uno de los cuartos antes de entrar al pueblo a comprar suministros y hacer reparaciones. Lo primero que necesito es atender a mis botas, que están en muy mal estado. Encuentro a un zapatero que los mira con cara de triste y me dice que no cree que les quede esperanza alguna. Le pregunto dónde comprar zapatos y me dirige a una tienda del centro donde descubro que zapatos de mi talla no existen en Huyro. También necesito una chimenea para la lámpara de queroseno, que se rompió contra una roca durante la fuerte subida de ayer, pero tampoco tengo suerte. Huyro es poco más que un puesto en el camino y no ofrece mucho en suministros.
Pido ducharme en el pequeño hotel y me dan una toalla delgada indicándome con la cabeza hacia una mohosa fila de duchas húmedas. Salgo limpio y rejuvenecido en busca de un bar. Todas las muchachas bonitas que vi al llegar parecen haber desaparecido, pero encuentro un antro polvoriento donde me sirven una Cuzqueña fría. Algunos de los lugareños se acercan a la barra y me acompañan con más cervezas, entreteniéndome con historias de Vilcabamba. Luego, me llevan por un recorrido de la fábrica de té donde veo muy poca actividad; los despachos y almacenes están todos vacíos.
Por la noche, regreso a la escuela y me instalo en un aula vacía, acomodándome para pasar la noche. Afuera, los caballos están inquietos, molestos por los insectos. Me siento en la ventana y contemplo el extraordinario espectáculo de miles de luciérnagas iluminando la noche cálida. A la luz de las velas, leo.
Tras la conquista Vilcabamba se vació. Muchos de los indios que habían acompañado al Inca habían perecido en batalla o murieron a causa de las enfermedades traídas por los españoles, contra las cuales no tenían inmunidades. El resto se trasladó al Cuzco en busca de las oportunidades económicas que ofrecía el Virreinato. En los siglos XVII y XVIII, los Virreyes abrieron Vilcabamba a los buscadores de oro y plata, y la mayoría de los que llegaron fueron colonos portugueses.
Después de que las minas se agotaran, Vilcabamba cayó en el olvido y gran parte del territorio fue abandonado nuevamente. En el recién independizado Perú de la década de 1830, Vilcabamba fue colonizada una vez más por una nueva clase de ‘peruanos’ que, liberados del sistema de distribución de tierras de la Encomienda y su inevitable nepotismo, se instalaron para reclamar grandes franjas de tierra que convirtieron en haciendas. Los nuevos dueños cultivaron café, caña de azúcar (de la cual destilaban una poderosa aguardiente conocida localmente como machachicuj’cha o cañazo) y la hoja de coca, productos que transportaban al Cuzco sobre los lomos de mulas por senderos escarpados.
Familias campesinas sin tierra, descendientes de los mineros portugueses que en el pasado habían explotado las minas de plata regresaron a la región, atraídas por las oportunidades de trabajo que proporcionaban las haciendas. Sin embargo, para que estos colonos pudieran vivir y trabajar en Vilcabamba, se les pedía que firmaran un acuerdo denominado Las Condiciones. Estas definían lo que se esperaba de cada colono como tributo al propietario por el privilegio de vivir y trabajar en sus tierras. Se les exigía laborar 20 días al mes para el hacendado en los campos de caña, las plantaciones de café o en la palla de coca (la cosecha de la hoja). Además, por cada novillo que mataran, la pata trasera y la piel eran destinadas al propietario, sin retribución alguna. No se les permitía construir casas de adobe, se les obligaba a vivir en casas de barro y zarzo llamadas millica. También se les prohibía montar cualquier animal (caballo o mula) ensillado. Cabalgar con silla de montar era un privilegio que se extendía solo al hacendado y su familia.
La colonización moderna de Vilcabamba había resucitado dos políticas incas. Mitimaes, o el reasentiamiento forzoso de poblaciones enteras, se puso en marcha para llenar vastas extensiones de tierra baldía. Además se restableció el m’ita, el trabajo forzado que obligaba a cada colono a laborar para el propietario, al igual que los indios se habían visto obligados a trabajar en ingenios españoles, proporcionando la principal fuente de trabajo para la explotación colonial de las minas de plata de Potosí y las minas de mercurio de Huancavelica. El gobierno moderno del Perú simplemente adoptó estas políticas como propias, lo que resultó en la privación de derechos de muchas comunidades mestizas.
Sábado, 19 de octubre — día 7
Esta mañana me levanto y veo que a Cariblanco le han atacado los vampiros durante la noche y un chorro de sangre le cubre la espalda. La saliva de los murciélagos contiene un anestésico que entumece la zona donde hinca el diente y una proteína con el curioso nombre de draculina que inhibe la coagulación. Una vez que se hace la mordida inicial, los murciélagos regresan durante de la noche para lamer la sangre que ahora fluye libremente del desapercibido animal. Es algo con lo que estoy familiarizado, ya que he tenido que lidiar con este problema en numerosas ocasiones en Urpihuaylla. Si bien la infección (o la rabia) rara vez es un problema, mi preocupación es que estando su lesión en la cruz, la silla de montar le agrave la herida. Aplico antiséptico y ensillo a Cariblanco, cargo a Q’orisumac y subo a Huyro para un desayuno de huevos, jugo de frutas y té.
El sol ha salido sobre las montañas y consigo ha traído un calor opresivo. Cabalgamos a paso rápido, pero no hay forma de escapar de las nubes de mosquitos y moscas negras que nos atormentan con una feroz persistencia. La humedad es palpable, como un jarabe, y la ropa se me adhiere a la piel, empapada por el sudor. Por las laderas abundan las plantaciones de coca y café, plátanos y naranjas, pero el forraje es ahora bastante escaso.
Cerca de la confluencia de los ríos Lucumayo y Urubamba se encuentra el pueblo de Santa María, una pequeña parada en la línea de tren del Cuzco a Quillabamba, la capital del Valle de la Concepción. Gran parte de la fruta, el café, la coca y el cacao del Cuzco provienen de este valle fértil y los trenes de mulas y camiones se reúnen aquí para encontrarse con el tren. Los agricultores de la zona hacen cola pacientemente para descargar sus cosechas y los veo trabajar en silencio. Media legua más abajo los ríos se unen y en el pequeño pueblo de Chaullay, me presento a la policía.
Mis botas no caminarán otra milla más. Con la segunda suela aleteando como un pato herido, me urge sustituirlas. Espero encontrar una mayor selección de calzado en la capital de la provincia y dejo a los caballos sueltos en los pastizales de La Entablada — el único forraje en todo el pueblo — para acercarme a la carretera y subirme a la parte trasera de un camión que está saliendo para Quillabamba. Media hora más tarde, cubierto de polvo, me bajo del camión y me dirijo al mercado, donde encuentro unos tenis a un precio desorbitado. Arrojo mis viejas botas a la basura y entro en el mercado para sentarme en uno de los puestos y comer algo antes de volver a Chaullay. Por la tarde cargo los caballos y cruzo el puente de Chuquichaca, la principal entrada a la provincia de Vilcabamba. Monto el campamento a la orilla del río y dejo sueltos a los caballos. Por fin hemos llegado a la Llanura Sagrada. ¡Mañana comienza nuestra exploración de esta tierra mítica!
Los huaycos causados por las lluvias de El Niño de 1998 dañaron la línea del tren del Cuzco y como resultado, se arrancaron 26 kilómetros de la vía, desde la represa hidroeléctrica de Vilcanota hasta Quillabamba. Desde entonces, los productos solo se pueden entregar al Cuzco en camiones sobre el paso de Málaga y el resultante aislamiento ha empobrecido a Quillabamba.
Domingo, 20 de octubre — día 8
Una columna de humo se eleva de las húmedas brasas mientas un fuego tímido calienta una olla negra para agua de café. He colocado mi carpa cerca del puente de Chuquichaca, y a la orilla del río lavo y les doy agua a los caballos. Muestran evidencia de una mala noche. Los siempre presentes mosquitos y moscas negras no los han dejado dormir y esta mañana ambos lucen heridas de vampiros. El baño les hace bien pero, no acostumbrados a estas bajas altitudes, están irritados y quieren avanzar hacia las elevaciones más altas, lejos de este clima hostil.
Desmonto el campamento y seguimos el sinuoso curso del río Vilcabamba hacia el interior. A pesar de la temprana hora, el calor es extremo y la humedad incomoda. Aún con todo el repelente con que me he embadurnado, las moscas y los mosquitos siguen con su insaciable tormento. Pasamos por los impresionantes cañones de Mesacancha, donde el sendero se ha esculpido de la roca viva, y es fácil imaginar cuán agotador debe haber sido para los conquistadores penetrar en esta región, tan celosamente custodiada por infranqueables fronteras naturales y feroces indios guerreros. Las empinadas paredes de roca bajan para encontrarse con un río torrencial bajo nuestros pies y avanzar en algunos sitios es muy difícil. Se ven parches donde crece coca, café o plátanos, pero en general, el terreno es duro y muy poco prospera entre la alta maleza. Cabalgamos en silencio, escuchando solo el eterno murmullo del río y los graznidos de los pájaros en la breña.
Un estrecho cañón nos lleva al final del día a una abertura en el valle donde una antigua y elegante casa, ahora en ruinas, se alza sobre una colina. Es lo que queda de una centenaria hacienda conocida como Paltaybamba. Me recibe Rosado Delgado, un ciego de 74 años que ha vivido en la hacienda desde 1918. El hijo de Rosendo, Mario, lleva a los caballos a pastar y lo sigo a una casa escondida debajo de la antigua mansión. En el interior, me encuentro con cuatro hombres en una t’inca, la enérgica celebración que tradicionalmente sigue a una venta de ganado, acompañada de buena machachicuj’cha y cerveza Cuzqueña. Dos de ellos son hijos de Rosendo. Otro es Rómulo Montes Hermosa, el juez de paz de Incahuasi, y el cuarto es el comprador, un hombre llamado Moisés Taya Lazarate que, recordando los días más emocionantes de su vida, me cuenta con nostalgia la historia de Paltaybamba y de sus años de guerrillero.
Hace años, la hacienda de Paltaybamba controlaba todo el territorio desde Chaullay hasta Tarqui, un área de aproximadamente 90 kilómetros cuadrados. Su dueño era José Sebastián Pancorbo, un alto funcionario del gobierno de Leguía (1919 – 1930), y sus vastas propiedades controlaban toda la producción de café, coca y caña de azúcar cultivadas en el distrito.
Pancorbo también participó activamente en la explotación de caucho en el valle de San Miguel, y sus métodos para asegurar trabajadores eran notoriamente crueles. En 1911, Hiram Bingham fue testigo de cómo se reclutaron los porteadores para su expedición a Vilcabamba y lo describió de la siguiente manera:
“Cuando [los reclutadores] tuvieron la fortuna de encontrar al hombre en su casa o trabajando en su pequeña chacra, lo saludaron agradablemente. Cuando se adelantó para darles la mano, de la manera usual de los indios, un dólar de plata se le deslizaba sin sospechar en la palma de su mano derecha y se le informaba que había aceptado pago por los servicios que ahora deberían realizarse. Parecía difícil, pero esta era la única forma en que era posible conseguir porteadores”.
Hiram Bingham
Explorations in the Highlands of Peru, 1912
Roger Casement presenció los terribles abusos perpetrados contra los nativos por los hombres del rey Leopoldo desde su puesto solitario en el río Congo en 1904. Su acusación en la prensa en 1908 provocó la condena universal que obligó al rey a renunciar al control de lo que había sido su finca privada. En 1911 Casement fue enviado al Perú. En su informe al Parlamento británico ese año, denunció la barbarie con la que debían trabajar los nativos y la indignación que provocó contribuyó en gran medida a iniciar el declive de la industria del caucho en el Perú. Sin embargo, con la connivencia de la Iglesia, las autoridades locales y los funcionarios del gobierno, Pancorbo mantuvo su empresa de recolección de caucho hasta bien entrada la década de 1930 utilizando un sistema de peonaje y trabajo forzado que equivalía a la esclavitud.
Las condiciones miserables con las que los colonos tenían que vivir duraron hasta hace poco más de una década. El sindicalismo comenzó lentamente, debido en gran parte a una diferencia de temperamento entre los colonos del valle alto y el bajo. En las zonas más bajas, donde crecen los grandes naranjales, la gente era pasiva y generalmente estaba ansiosa por trabajar para el patrón. Sin embargo, en la alturas, y especialmente en el valle de Chaupimayo, los colonos fueron desde el principio bastante militantes, y estas diferencias impidieron que los sindicatos obtuvieran resultados positivos. Aquellos que querían la paz y que obedecían las Condiciones se les llamaban Q’ello y eran considerados cobardes por la facción más militante. No obstante, conviene remarcar que durante los años formativos del sindicalismo se mantuvo una estricta disciplina. Cuando oían la llamada del pututo (caracola), los colonos abandonaban sus faenas en el campo y corrían a las apresuradamente convocadas reuniones.
La otra propiedad grande en Vilcabamba era la adyacente hacienda Huadquiña, fundada siglos antes por los jesuitas como una plantación de caña de azúcar. Desde la expulsión de los jesuitas del Perú en 1773, había estado en manos privadas y ahora era propiedad de la familia Romainville. Desde 1957, Hugo Blanco, un empleado de la hacienda, había organizado a los colonos en sindicatos para defender sus derechos, alentándolos a rechazar las Condiciones. Durante varios años Blanco y sus guerrilleros se enfrentaron en feroces batallas con los terratenientes de Vilcabamba y causaron enormes estragos en el valle de Chaupimayo. En 1962 sus hombres tomaron el puesto de la policía en Puquiura y mataron a un policía, causando otras dos muertes unas semanas más tarde en el barranco de Mesacancha, en el bajo Vilcabamba.
Los oligarcas estaban bien conectados y muchos tenían parientes en el gobierno que enviaron tropas para sofocar la revuelta, matando en el proceso a muchos colonos. El levantamiento culminó ese año, cuando Blanco dirigió a los campesinos de Paltaybamba en el derrocamiento de la hacienda, desatando los traumáticos eventos que desgarrarían este valle. Blanco logró escapar en la refriega que siguió, solo para ser capturado al año siguiente cerca de Quillabamba. Fue juzgado por sedición y condenado a 25 años en El Frontón, la infame prisión en la isla cerca del Callao. Pero la guerrilla de Hugo Blanco no había sido en vano. El golpe de estado del general Velasco Alvarado de 1968 inició una Reforma Agraria que llevó a cabo la expropiación de la mayoría de las grandes haciendas y la redistribución de las propiedades entre los colonos de la provincia.
En una amnistía general de Velasco Alvarado, Blanco fue liberado de la prisión en 1970 y deportado, pasando los siguientes ocho años en el exilio en Suecia, México y Chile. Desde 1980 ha sido una figura política destacada en el Perú.
—Hubo trastornos espantosos en aquellos días—, recuerda Rosendo con una claridad vívida. Había vivido con su familia en Paltaybamba desde los dieciocho años, y esa noche, agarrando sus alforjas, escapó con los cocineros a la arboleda que había detrás de la casa, donde observaron horrorizados como una turba enfurecida de casi cien campesinos, armados con un solo rifle .22, asaltó la hacienda. Hernán Cisnaygo, el yerno de Pancorbo, estaba al cargo de la finca. La multitud le dio cinco minutos para empacar y salir. Al preguntar quién era el responsable de la confrontación, una campesina enojada le dijo:
—¡Date prisa y entrega las llaves! ¿Somos acaso tan perezosos que podemos estar aquí parados todo el día?
Siete hombres lo escoltaron a Chaullay. Moisés Taya Lazarte, el comprador de ganado, posa su cerveza sobre la mesa. Me dice que ese día fue uno de los siete.
—Lo llevamos al puente en una mula a pelo para asegurarnos de que llegara vivo. ¡No queríamos que nos culparan por su muerte!
Tras la expulsión de los dueños, Rosendo tomó posesión de Paltaybamba. Fue declarada ‘territorio libre’ y en el comedor de la mansión se celebró una gran fiesta. Acto seguido saquearon metódicamente la casa. Los muebles se apilaron en una habitación y se les prendió fuego. Después, todos los animales fueron sacrificados. Ahora bajo el control de los campesinos, Paltaybamba continuó explotando sus plantaciones de azúcar, pero la calma relativa se quebró una mañana cuando una enorme fuerza policial apareció subiendo por el valle. Cisnaygo había regresado con la policía y casi todos los habitantes de Vilcabamba fueron acosados o encarcelados. Cisnaygo arrendó sus propiedades a Delgado, quien las mantuvo hasta 1968, cuando las entregó a la Reforma Agraria. Durante los últimos seis años, Paltaybamba ha sido propiedad de la Comunidad.
En la profundidad de la noche, estas aterradoras historias hacen girar mi cabeza. Me quedo dormido sobre la hierba bajo las estrellas.
Lunes, 21 de octubre — día 9
La salida del sol trae consigo el calor de siempre y me despierto con un intenso dolor de cabeza, aturdido por la noche anterior. La punta de mi nariz está sangrando y tengo la barba incrustada de sangre. Encuentro otra herida en mi dedo del pie. Los vampiros se han alimentado de mí durante la noche y mientras me baño en el río me pregunto cómo les habrá ido a los caballos. La familia Delgado insiste en hospedarme por unos días más y les estoy agradecido por la oportunidad de descansar.
Miércoles 23 de octubre — día 11
Me despido de mis hospitalarios anfitriones y continúo el viaje hacia los valles altos del Vilcabamba con los caballos bien descansados y considerablemente más gordos. Al rato descubro que los Delgado me han metido dos botellas de su machachicuj’cha casera en las alforjas, un excelente brebaje de potencia extraordinaria. Sin duda un buen remedio para la resaca, pero creo mejor guardarlo para la ocasión apropiada. A medida que subimos por el valle, baja la temperatura y el clima se hace más agradable. Al final del día decido acampar en un pequeño claro cerca de Coyaochaca, lugar donde el 1 de junio de 1572 se libró una gran batalla entre las tropas incas y los españoles. ¿Qué ocurrió aquí? Reviso mis notas.
Desde su capital de Vitcos, Manco Inca había mantenido una paz relativa hasta julio de 1537, cuando Almagro envió al capitán Rodrigo Orgóñez a capturar la ciudad. Aprovechando la distracción de los españoles en el saqueo de Vitcos, Manco se fugó con algunos seguidores por pasos de montaña. Aunque Vitcos estaba situada sobre una alta escarpa, la facilidad con la que los españoles pudieron tomarla le demostró a Manco que su ciudad claramente era indefendible: necesitaba encontrar una nueva capital donde los españoles no pudieran llegar. El jefe de los Chachapoyas le había ofrecido asilo y Manco se dirigió al norte hacia la ciudadela de Kuelap, pero desconfiando de los motivos del jefe, cambió de opinión y se retiró a Vilcabamba, donde construyó su nueva ciudad en las tórridas junglas de la provincia, confiado que el terreno pantanoso impediría el paso de los caballos y evitaría cualquier invasión española.
Los hombres de Orgóñez encontraron Vitcos lleno de botín y se apropiaron de muchos tesoros de las mamaconas que vivían allí, así como varias momias de los antepasados de Manco. Orgoñez secuestró al hijo de Manco, Titu Cusi, y se lo llevó de regreso al Cuzco bajo la tutela de un rico residente de Cuzco llamado Oñate. También secuestró a la esposa del Inca, su hermana Ccori Occllo, a quien violó y llevó a su finca en Yucay, quemándola en la hoguera junto con el gran general Villac Uma y muchos de los oficiales más cercanos de Manco.
La muerte de su amada Ccori Occllo fue un fuerte golpe para Manco, quien en represalia, lanzó una segunda insurrección, enviando a sus capitanes contra los convoyes españoles que viajaban por lo largo del imperio, y durante varios años mataron a muchos conquistadores y sus aliados nativos. No obstante, los españoles en el Cuzco resolvieron ponerle fin a este problemático rey, y coronaron al hermanastro de Manco, Paullu, un antiguo aliado español, como el nuevo Inca. Con Paullu en el trono del Tahuantinsuyo, el virrey quiso aislar a Manco y relegarlo al papel de un intrascendente cacique provincial.
Almagro había regresado recientemente al Cuzco de su encuentro con Pizarro un hombre decepcionado. Él y sus hombres llegaron a Cajamarca demasiado tarde para compartir el tesoro de Atahualpa y su expedición chilena no dio con las riquezas que tanto quiso obtener. En comparación con los partidarios de Pizarro, los hombres de Almagro eran pobres y amargamente resentidos. Su única esperanza quedaba en obtener el control del Cuzco, cuya jurisdicción estaba vagamente definida en las divisiones territoriales establecidas por el emperador Carlos V. Pero las negociaciones para el control del Cuzco se habían complicado y Almagro se encontraba ahora en estado de guerra con Pizarro. Después de su primer encuentro en Abancay, sus ejércitos se reunieron nuevamente en abril de 1538 en Las Salinas, donde Almagro fue capturado y llevado prisionero al Cuzco. Condenado a muerte en un juicio sumario, fue agarrotado en su celda y su cadáver exhibido en la Plaza de Armas. Orgóñez también fue capturado y ejecutado junto con Almagro.
El año siguiente se envió a Gonzalo Pizarro a capturar al Inca y fácilmente tomó el control de Vitcos. Una vez más el Inca huyó a Vilcabamba, con Pizarro detrás en persecución, pero en mayo de 1539 Manco pudo derrotar al ejército de Pizarro en Machu Pucará y los españoles se retiraron. El Inca regresó a Vitcos.
Tras la muerte de Almagro, varios de sus seguidores, sobrevivientes de la batalla de Las Salinas, temían la inevitable venganza de los hermanos Pizarro. Manco les ofreció refugio y durante varios años vivieron en el palacio de Vitcos bajo la protección del Inca.
«Cuando don Diego Almagro fue derrotado cerca de Cuzco en la batalla que llaman Las Salinas, el capitán Diego Méndez, con 13 o 14 soldados, huyó a Vilcabamba, donde estaba Manco Inca. El Inca los recibió como soldados de su amigo el adelantado Don Diego de Almagro. Estuvieron con él durante casi tres años y fueron bien tratados en todos los sentidos. El Inca era muy aculturado al estilo español, y conocía los juegos que jugaban los españoles, incluyendo bolos, dominó y ajedrez. Un día, mientras jugaba con el capitán Diego Méndez, tuvieron un desacuerdo sobre el juego, que algunos dicen que era ajedrez y otros bolos, de modo que, enojados y con poca reflexión y [incluso] menos moderación, dijo el invitado sobre el Inca y Señor: —¡Mira al perro! Ante esto, el Inca levantó la mano y lo abofeteó. Luego, el capitán sacó una daga y apuñaló al Inca, herida que más tarde le causó la muerte. Sus capitanes e indios vinieron en busca de venganza y se abalanzaron sobre Diego Méndez, matándole junto con todos los españoles que estaban con él en la provincia».
Antonio Bautista de Salazar
La caída de Vilcabamba, 1596
Hemming disputa esta versión, argumentando que el asesinato fue premeditado. Méndez y sus compañeros habían recibido una nota de los hermanos Pizarro ofreciéndoles clemencia a cambio de asesinar al Inca. Bajo el pretexto de un juego de herraduras, planearon crear una pelea especiosa para justificar su asesinato. Pero Manco no estaba dispuesto a jugar y se quedó al margen como árbitro. En el falso argumento que siguió, Méndez atravesó el pecho de Manco con su cuchillo, terminando así la vida del último noble Inca nacido para rebelarse contra la invasión española.
Después del asesinato de Manco en 1544, su hijo Sayri Tupac, de cinco años, heredó la orla real. El Virrey Hurtado comenzó una larga serie de negociaciones con los jóvenes regentes del Inca en un esfuerzo por persuadir a Sayri Tupac para que dejara Vilcabamba y se estableciera en el Cuzco. El joven Inca finalmente se mudó al Cuzco, se casó con su hermana Cusi Huarcay (con la dispensa del Papa) y se estableció en Yucay, sobre el Valle Sagrado. Pero su muerte repentina en 1561 aumentó las tensiones entre los españoles y los incas, que sospechaban que el Inca había sido envenenado. La orla real luego pasó a su hermanastro Titu Cusi Yupanqui, que vivía en Vilcabamba, habiendo regresado algunos años antes del Cuzco. Castro, el gobernador general español, quiso que Titu Cusi aceptara una pensión de la Corona y abandonara Vilcabamba para siempre, y se embarcó en negociaciones que continuaron durante años.
Los frailes agustinos Diego Ortiz y Marcos García habían estado viviendo en Vilcabamba durante varios años en su misión para convertir a los indios. El fraile Ortiz se había hecho amigo de Titu Cusi y había recibido permiso para construir una iglesia en Vilcabamba, la primera en la provincia. En 1568, Ortiz bautizó al Inca con el nombre de Diego de Castro (una combinación del propio nombre del fraile y el apellido del gobernador general). Sin embargo, durante una celebración religiosa en 1571, Titu Cusi enfermó repentinamente. Ortiz le dio un poco de medicina, pero fue en vano, a la mañana siguiente el Inca había fallecido. Se le culpó al sacerdote de su muerte y se le ordenó que lo reanimara, pero al no devolverle la vida a Titu Cusi lo martirizaron, muriendo finalmente cerca de Marcanay. Ortiz y su traductor, el mestizo Martín de Pando están enterrados bajo el altar de la iglesia de Vilcabamba.
La orla real luego pasó a otro de los hijos de Manco, el tímido Inca Tupac Amaru, de 26 años. En marzo del año siguiente, el nuevo virrey Francisco de Toledo envió al Real Emisario Atilano de Anaya a Chuquichaca con cartas para los incas. Desconfiados de las intenciones españolas, los capitanes incas sorprendieron a Anaya en su cama y lo asesinaron. Su muerte, y las de los sacerdotes, indignaron al nuevo virrey, que decidió de una vez por todas exterminar a los incas, ordenando al gobernador Juan Álvarez que enviara una gran fuerza militar para someterlo. En la expedición participaron caballeros de la Orden de Calatrava, como Martín Hurtado de Arbieto y el sobrino nieto de San Ignacio, fundador de la Orden de los Jesuitas, Martín García de Loyola (quien se había casado con Beatriz Clara Coya, hija del Inca Sayri Tupac y heredera de vastas propiedades en Yucay).
Los españoles cruzaron a Vilcabamba por Chuquichaca y avanzaron por el valle sin encontrar obstáculos hasta que llegaron a Coyaochaca, donde los comandantes incas habían obstaculizado el camino cubriéndolo con zarzas, espinas y árboles talados. Seguros de que el empinado barranco era el lugar idóneo para eliminar a los españoles, los generales incas esperaron con sus tropas al acecho.
“Los indios estaban emboscados en diferentes lugares en la ladera superior. Otros estaban cuesta abajo con lanzas para atrapar a los que caían; y en caso de que alguien pudiera eludirlos, habían apostado arqueros indios en la otra orilla. Cuando llegaron los españoles, los indios atacaron con mucha ferocidad, y un indio llamado Hualpa se agarró de Loyola, que estaba liderando una fuerza de vanguardia de 50 hombres, con tanta fuerza que el conquistador fue incapaz de desenvainar su espada. Los dos lucharon en el borde del precipicio (Hualpa, tratando de arrojar al capitán por el barranco) hasta que un sirviente indio de Loyola llamado Currillo sacó la espada de Loyola de su vaina y le dio un golpe en las piernas [de Hualpa] para que cayera, y siguió esto con otro corte en los hombros que los abrió, de modo que cayó allí muerto”.
John Hemming
The Conquest of the Incas, 1970
Los españoles respondieron con fuego pesado de sus arcabuces y, después de dos horas y media, muchos valientes indios y generales Incas yacían muertos. Esta derrota final marcó la última batalla entre los Incas y los españoles. Mi lectura es interrumpida por un granjero que se acerca al campamento para preguntarme si puedo ayudarlo a limpiar la maleza de la montaña detrás de su casa. Lleva un pañuelo sobre su cara que apenas oculta una nariz carcomida y le falta el labio superior. Esto dificulta la comunicación, ya que su capacidad para hablar claramente está deteriorada, pero acepto su invitación y nos ponemos a trabajar a golpe de machete. Es víctima de la mosca uta, una infección asociada con la leishmaniasis, localmente llamada lepra blanca, que es bastante común en las laderas más bajas de los Andes. En casos avanzados como el suyo, los tejidos blandos de la cara se carcomen, dejando a la víctima totalmente desfigurada.
Durante el trabajo de la tarde descubrimos una cabeza de hacha inca de bronce enterrada en el matorral. Me deja quedármela a cambio de una buena cantidad de sal. Es un conmovedor recordatorio de la última resistencia valiente del Inca.
Jueves, 24 de octubre — día 12
Estamos acampados en un prado verde con mucho forraje. Cariblanco relinchó toda la noche, atraído por una yegua en el campo de abajo, pero me despierto refrescado bajo el canto de los pájaros. He lavado los platos del desayuno, guardado la Primus y observo a una mujer cuidando un par de vacas en un campo cercano. Acepta darme algo de azúcar por unos puñados de sal, pero todavía necesito más provisiones: azúcar, velas y cualquier otro alimento que pueda encontrar. Mañana debo ir a Puquiura y ver qué hay disponible. Por la tarde cae sobre nosotros una terrible tormenta. Un rayo parte el cielo y el trueno ensordecedor se siente como si la montaña cayera sobre nosotros. Los caballos están bastante asustados. Acurrucado en mi tienda, estudio las crónicas y preparo mis notas.
Un hermoso amanecer augura un buen día. He oído hablar de algunas ruinas sobre Yupanqui que espero visitar y al aire fresco de la mañana seguimos el camino hacia Vitcos. Al cabo de una legua, el valle se abre a amplias explanadas en ambos lados y se vislumbran caballos y mulas pastando pacíficamente en los prados. Los andenes, o terrazas escalonadas que tanto prevalecen en el Valle Sagrado no existen en Vilcabamba. Hay poca agricultura, solo grandes extensiones de arbustos silvestres y el ocasional pasto.
Llegando a Yupanqui encontramos el final del camino. Hay varias casas y una tienda, el antiguo campamento de la cuadrilla de caminos, donde compro suministros y me siento a un desayuno de huevos fritos. En la mesa de al lado encuentro a mi viejo amigo Rómulo Montes, con quien había compartido la t’inca en Paltaybamba. Va camino de regreso a su casa de Incahuasi y juntos seguimos cabalgando, él sobre su mula y yo en Cariblanco, tirando de Q’orisumac.
Piedras pulidas yacen dispersas en montones a lo largo del sendero, restos del antiguo Camino Inca, destruido por los generales de Tupac Amaru en 1572. Después de otra legua aparece el encantador pueblo de Lucma, rodeado de altas montañas y verdes campos que invocan recuerdos de Austria. Sobre el pueblo se encuentra la primera iglesia cristiana de Vilcabamba, construida bajo la protección del Inca Titu Cusi por el fraile Ortiz. Sus hermosos frescos coloridos desmienten la humildad de su simple techo de paja.
Más adelante, un tren de veinte o treinta mulas viaja rumbo a Incahuasi, habiendo entregado su carga de café al final de la carretera. Me impresiona el número de acémilas y le comento a mi compañero que no había visto tantas mulas juntas en las dos semanas que he estado sobre el camino.
—Eso no es nada—me dice Rómulo. —¡En los viejos tiempos encontrarías trenes de mulas diez veces más grandes que éste!
Al cabo de una hora llegamos a Puquiura, donde, una vez más, me presento al cuartel de la policía. Tras las habituales preguntas, nos escoltan a una bodega que hay al lado, donde como en un viejo western, veo cuatro o cinco caballos atados fuera. Tres caballeros de Arma nos invitan cortésmente a unirnos a ellos y Rómulo y yo no sentamos en su mesa. Las cervezas fluyen ininterrumpidamente y en poco tiempo se saca el licor casero. Después de innumerables rondas, en una niebla alcohólica, Rómulo y yo logramos remontar nuestros caballos y continuamos nuestro camino por el valle hasta Huancacalle, donde paramos para tomar un refrigerio. De pie ante la barra nos encontramos con uno de los armeños de Puquiura que se había adelantado solo, y otra vez más, se repiten los infinitos y obligatorios brindis.
Finalmente, y con gran dificultad, me separo de este amistoso grupo y guío a los caballos a través del río hasta las ruinas de Ñusta Hispana o Yurak Rumi, conocida también como la antigua Piedra Blanca de Chuquipalta.
Yurak Rumi se encuentra en una llanura solitaria entre dos colinas. Una vez el oráculo más importante del reino de Vilcabamba, el templo sagrado de Yurak Rumi yace ahora en silencio, visitado solo por algún caballo suelto. Extrañas formas talladas que parecen asientos o nichos cubren la piedra maciza y alrededor bloques caídos y numerosas rocas talladas reposan esparcidas por el campo, emanando una extraña presencia. Debajo, dos manantiales a cada lado han formado un enorme pantano, aunque vestigios de mampostería bajo la roca indican que durante los tiempos del Inca el templo tenía un sistema para canalizar el agua. Encuentro huellas de un acueducto subterráneo que muy probablemente llevaba el desbordamiento de agua río abajo. No sobrevive ninguna descripción contemporánea del santuario, pero debe haber sido monumental, a juzgar por las dimensiones de la roca y el área que ocupa.
El plan de Fray Diego Ortiz era convertir a todo Vilcabamba al catolicismo, confiado en que después de haberle bautizado al Inca, el resto pronto lo seguiría. Con el permiso de Titu Cusi, Ortiz había construido una iglesia en Vilcabamba, pero esto no era suficiente para el celoso misionero: quería destruir todos los vestigios restantes del paganismo. En 1571 recibió noticias de la existencia del santuario sagrado y marchó con una procesión de conversos hacia Yurak Rumi. Escandalizado por lo que vio, ordenó que se destruyera el templo y prendió fuego a todos los edificios. Se dijo que los indios que presenciaron el incendio emitieron un triste gemido de consternación y trataron de matar a los sacerdotes. Fue solo gracias a la intervención de Titu Cusi que lograron escapar los sacerdotes al Cuzco, desde donde regresaron al año siguiente con casullas y telas de damasco para la iglesia.
Monto el campamento en un terreno seco junto a las ruinas y me acuesto, azotado por la venganza de Manco Inca, provocada, sin duda, por una mezcla poco saludable de cerveza y machachicuj’cha.
Sábado, 26 de octubre — día 14
A pesar de la belleza del paisaje, hay una sensación fantasmal de dolor y desolación en este solitario lugar. Todo está envuelto en silencio y la tristeza es palpable. Monto a Cariblanco y desciendo por el pequeño valle que desciende desde Yurak Rumi, donde pastan muchos caballos y patatas desperdigadas crecen al azar en las extensas terrazas incaicas.
Durante nueve años Manco Inca había vivido en Vitcos en relativa paz, al igual que sus sucesores Sayri Tupac, Titu Cusi y Tupac Amaru. Pero los españoles no estaban en paz. Mientras haya indios aún por someter, su conquista del Nuevo Mundo permanecería incompleta. El Inca y los pocos seguidores que tenía en Vilcabamba representaban una constante amenaza, y a lo largo de los años se hicieron repetidos esfuerzos para sacarlos de su santuario.
Tras la batalla de Coyaochaca, Hurtado de Arbieto y su ejército avanzaron río arriba, encontrando poca oposición en el camino. Marcharon hacia Vitcos, que destruyeron, llevándose al Cuzco las momias de los incas Sayri Tupac y Titu Cusi, así como todo el oro que pudieron encontrar. Pero su objetivo era capturar al Inca, y él no estaba en Vitcos. Una deserción constante de indios (con sus esposas e hijos) al bando de los españoles les proporcionó a los conquistadores la inteligencia de las actividades incas y, al enterarse de que Tupac Amaru había huido sobre las montañas hacia las tierras bajas, el capitán Loyola reunió a un selecto grupo de 20 soldados y se lanzó en su persecución.
Confiados en que los españoles no podrían seguir con sus caballos, el joven Inca y sus seguidores descendieron por los valles pantanosos hasta la antigua ciudad de Manco, Vilcabamba la Vieja, conocida hoy como Espíritu Pampa (Llanura de los espíritus). Sin albañiles ni artesanos hábiles, las casas se habían erigido apresuradamente en los tiempos de Manco y eran rústicas y de pobre construcción. Allí se escondió un Tupac Amaru temeroso, incomodado por los eternos insectos, la baja altitud y el calor, a los que no estaba acostumbrado. Sabía que los españoles estaban en camino. Es más, ahora se encontraba en la tierra de los hostiles indios Campa, un grupo ferozmente independiente que durante mucho tiempo se había resistido a la conquista inca. Loyola y sus hombres llegaron a un asentamiento de Campas, donde se enteraron de que los incas habían huido río abajo en una balsa. Derribaron árboles, construyeron sus propias balsas y persiguieron a Tupac Amaru por la jungla, hasta finalmente encontrarlo en un claro del bosque, acurrucado ante una pequeña fogata acompañado solo de su joven y embarazada esposa. Se le llevó encadenado al Cuzco, donde fue juzgado sumariamente por traición contra el rey de España (incluyendo delitos que ocurrieron antes de su nacimiento) y posteriormente ejecutado.
El asesinato de Tupac Amaru en 1572 extinguió el Tahuantinsuyo y terminó para siempre con el imperio más grande de la América precolombina y, posiblemente, todo el mundo del siglo XVI.
Una mirada más detallada a los andenes revela varias piedras monolíticas con ‘asientos’ tallados en ellas. Desde la pampa abierta de arriba puedo ver a Puquiura al otro lado del valle y al pueblo de Lucma más abajo. El sendero que lleva a Vilcabamba de San Francisco continúa más allá, pasando por Layancalla hacia donde en la distancia esperan los nevados de la sierra de Marcacocha. En la cima, encuentro una explanada flanqueada por edificios de mampostería inca de sillar bien definidos. Aunque todo está densamente cubierto de arbustos, enredaderas y árboles, varios portales trapezoidales, completos con dinteles perfectamente cortados emergen de la maleza. Camino lentamente por una vasta red de calles y cimientos de casas, recordando que una vez esto fue Vitcos, la capital de Manco Inca.
Domingo, 27 de octubre — día 15
Ha llovido toda la noche. Afortunadamente, las zanjas que cavé alrededor de la tienda han evitado que el agua se acumule debajo. En su interior hace calor la humedad es palpable; nada se seca en este clima. Inspecciono los caballos y me alegro ver que sus heridas de vampiros han sanado, pero observo que Q’orisumac necesita herraduras nuevas. Ese herrero de Ollantaytambo hizo una chapuza. Ensillo a Cariblanco y subimos a Puquiura, donde me entero que un gringo ha pasado por aquí con mucho equipaje y me pregunto hacia dónde se dirigiría.
Regreso al campamento para almorzar. Por la tarde exploro las ruinas entre Vitcos y Yurak Rumi, conocidas por los lugareños como Andenpampa (campo aterrazado). Es obvio que su nombre original lleva mucho tiempo perdido en el olvido ya que Andenpampa es un quechua hispanizado. Es un vasto terreno de canchas, o recintos cerrados, definidos por una mampostería de sillería muy fina. La mayoría de las chacras se han destinado al pasto, aunque en algunas se cultiva un poco de maíz. Veo muchas huacas de grandes rocas, pirámides funerarias con asientos, y huatanas talladas (postes para atar el sol). También hay vestigios de amplias habitaciones con detallados dinteles y refinada construcción que sostienen nichos tallados en las paredes, donde quizás las momias alguna vez descansaron. Observo varias puertas marcadas con asientos de piedra a sus lados, como si fueran entradas a confesionarios o puertas de peaje. Estos edificios deben haber estado a lo largo del sendero que lleva desde la capital de Vitcos al santuario de Yurak Rumi, por lo que quizás representan paradas vocacionales en el camino.
De vuelta en el campamento construyo una hoguera muy grande con troncos enormes. Es agradable y ayuda a mantener alejados a los mosquitos. A la luz menguante leo el emotivo discurso de despedida que Manco Inca dio a su gente en Ollantaytambo preparando su partida hacia Vilcabamba.
«Mis queridos hijos y hermanos: … os ruego que no sintáis lástima, mi deseo no es causar dolor porque os amo como a mis hijos. Muchas veces os he contado la forma en que esas personas han penetrado nuestra tierra con el pretexto de que eran hijos de nuestro Dios Viracocha, cuyas ropas y costumbres eran tan diferentes a las nuestras … Los traje a mi país y a mi gente y, a cambio, nos hicieron cosas terribles, me despojaron de mi propia tierra. La multitud exclamó:
—¡No nos dejes! ¡Te acompañaremos!
El Inca respondió: —Hijos: No sientas pena. Volveré u os enviaré mensajes. También os recomiendo que no creáis una palabra de lo que dicen esos hombres barbudos, porque mienten … ordeno que siempre mantengáis vuestros ánimos … cuando intenten quitaros vuestras tierras, procurad defenderlas, incluso si eso significa vuestras vidas. … Tengáis cuidado, que estos hombres engañan, no hacen lo que dicen … si realmente fueran hijos del dios Viracocha, no habrían hecho lo que han hecho, ya que Viracocha tiene el poder de aplanar montañas, hacer que fluyan las fuentes, elevar montañas donde no había ninguna, y Él no hace daño a nadie. En cambio, estos hombres nos han causado mucho daño a cada paso, tomando nuestras granjas, nuestras mujeres, hijos, hijas, campos, nuestras comidas … todo por fuerza o traición.
Las personas que hacen tanto mal no pueden llamarse Viracochas, sino Supay (Diablo)“.
Luis A. Pardo
El Imperio de Vilcabamba, Cuzco, 1972
Lunes, 28 de octubre — día 16
A Cariblanco se le ve un poco resentido esta mañana — el clima parece haberle bajado los ánimos. Ha llovido toda la noche y actualmente está lloviendo a cántaros. Me siento acurrucado en mi tienda, indeciso sobre qué camino seguir. Una opción es seguir hacia Arma e Incahuasi, cruzar el Apurimac y regresar a casa por el Cuzco. Otra es seguir el camino de Manco hasta Vilcabamba de San Francisco y bajar a los valles más bajos de Espiritu Pampa, regresando por el camino que hemos venido. Esperaré hasta que pare de llover antes de decidir.
El incesante aguacero continúa sin signos de parar, así que levanto el campamento bajo una lluvia torrencial y cruzo el río, llegando hasta Huancacalle, donde toco a la puerta de Julio Cobos. Cobos es el actual propietario de Espiritu Pampa (donde se encuentran las ruinas de la ciudad perdida de los incas, Vilcabamba la Vieja), y él acompañó a Gene Savoy en su viaje de descubrimiento hace diez años. Me cuenta la historia de Saavedra, el propietario original de Espiritu Pampa.
Según Cobos, Saavedra le debía a Pancorbo, el dueño de la Hacienda Paltaybamba, una deuda de veinte soles que no podía pagar. Como Pancorbo controlaba todo el valle de Vilcabamba, Saavedra no tenía dónde esconderse. El hacendado tenía una reputación de despiadada violencia y la única opción para Saavedra era abandonar por completo la jurisdicción de Vilcabamba y Pancorbo. Así que una mañana tomó el camino sobre la montaña hasta llegar a Pampaconas, descendiendo luego por la jungla hasta alcanzar por fin las ruinas de Espiritu Pampa, que reclamó para sí mismo. Temeroso del largo alcance de Pancorbo, durante años malvivió aislado en ese pobre y lejano lugar mientras que en el valle se forjaba una inmerecida reputación de xenofobia. (Aparentemente, la reputación de Saavedra vino del propio Pancorbo. Hiram Bingham afirmó que Pancorbo había intentado disuadirlo de ir a Vilcabamba, advirtiéndole de los salvajes y los peligros a los que se enfrentaría si fuera. Bingham fue de todos modos y se quedó con Saavedra y su familia durante la Expedición Yale Vilcabamba de 1915. Hablaba muy bien de la calidez y hospitalidad de Saavedra.)
Fascinado por esta historia, le conté de mi interés en viajar a Espiritu Pampa y visitar las ruinas de Vilcabamba la Vieja, añadiendo que había querido conocer el área desde que leí del viaje de descubrimiento de Gene Savoy de 1964. Le pregunté si tenía alguna recomendación o si tal vez podría ayudarme a trazar un mapa con instrucciones.
—En este tiempo nunca lo lograrás. El camino es muy difícil y tus caballos quedarán atrapados en el pantano. Debes esperar tres o cuatro meses hasta que cesen las lluvias.
Le cambio unos carretes de hilo de pescar por cervezas y huevos y me siento a comer el plato de papas a la huancaína que me sirve. Después del almuerzo, me dirijo a Yupanca, perdiendo el último clavo de la herradura de Q’orisumac y oigo algo de mi equipo romperse en el camino. En Yupanca, me encuentro con Víctor Ricaldes, un lugareño que tiene propiedades a las afueras del pueblo con abundante pasto y amablemente nos ofrece su campo para que acampemos. Nos trasladamos al lugar y monto la carpa, dejando los caballos sueltos en la alta hierba.
Martes, 29 de octubre — día 17
Esta mañana cabalgo hasta Lucma para darle otra visita a la antigua iglesia. Admiro los frescos descoloridos por el tiempo, convencido de que este es el lugar donde García y Ortiz erigieron la primera iglesia de Vilcabamba, construida sobre una plataforma inca. Por encima de Lucma, un barranco conduce a una pradera desde donde serpentea un sendero hasta las ruinas de Inca Huarcana e Idma Coya. Un campesino pastorea su vaca en el prado y me cuenta la leyenda de las dos ruinas: Inca Huarcana se refiere al lugar desde donde el Inca usó su huarca, o honda, para abatir con una roca a su coya, que se le escapaba. Idma Coya es el lugar donde la roca golpeó y mató a la coya. La estructura sigue siendo una prisión de dos pisos perfectamente conservada, completa con anillos de piedra.
—¡Solo necesita un techo!,—me sonríe.
El cuento del agricultor se hace eco de la leyenda del Inca Huarcuna, en la cual el Inca Tupac Yupanqui, mientras celebraba la derrota de las tribus Pachis, vio a un cóndor gigante caer herido desde los cielos a la montaña más alta de los Andes, manchando de rojo con su sangre el pico del nevado. Los sacerdotes horrorizados interpretaron el evento como un presagio que anunciaba el fin del Imperio, pero el Inca insistió en que continuaran las celebraciones e hizo traer a una joven princesa cautiva para su propio deleite. La joven tenía el corazón roto, habiendo visto que su amado estaba entre los capturados. Lograron los dos escapar durante la noche pero fueron sorprendidos en su fuga y en la escaramuza que siguió su amante fue asesinado. El Inca ordenó ejecutar a la princesa, cosa que a ella solo le trajo alegría, ya que no deseaba nada más que unirse con su amado. En el lugar donde fue asesinada hay una roca en forma de mujer y se dice que nadie puede pasar toda la noche allí sin ser devorado por su fantasma.
Compartiendo unas cuantas cervezas esa tarde en la cantina en Yupanca con mi anfitrión Victor, mis pensamientos regresan a Manco Inca y Tupac Amaru. Qué solos deben haberse sentido, desacostumbrados a los insectos y al implacable calor, perseguidos sobre este mismo terreno año tras año por despiadados conquistadores. Por la tarde me lavo en el río. El agua helada ofrece un gran alivio de las picaduras de insectos que cubren mi cuerpo, pero una profunda pena desciende sobre mí como una sombra.
Miércoles 30 de octubre — día 18
Salgo a gatas de la tienda para encontrarme con Víctor ahí parado, como una mala conciencia. Sé que ha llegado el momento de irme de Yupanca (él mismo me lo dice), y estoy dividido entre volver a casa o tomar el camino a Pampaconas y luego seguir a Espiritu Pampa. Ambos lugares siguen siendo igual de atractivos, pero Cobos ha insistido en que el camino a Espiritu Pampa es intransitable en estas condiciones. Aún así, las lluvias no muestran signos de disminuir y los caballos han estado mostrando signos de fatiga, por lo que, después del desayuno, lanzo una moneda: cara, volver a Urpihuaylla, cruz, seguir a Pampaconas.
La moneda sale caras.
Desmonto el campamento y cargo el caballo. Ensillo a Cariblanco y comenzamos el viaje de regreso a casa, bajando por el valle de Vilcabamba hacia Paltaybamba, donde a las 14: 00h llegamos a la casa de la señora Bocangel. Me ofrece un almuerzo y me presenta a su amigo Leopoldo, un colono con elegante atuendo que se jacta de un cierto prestigio en la zona. Se me había ocurrido que la forma más fácil de llegar a casa sería cargar los caballos en el tren de carga que va desde Quillabamba al Cuzco, bajándonos en Ollantaytambo y así ahorrarnos otra ardua escalada sobre el paso de Panticalle. Invito a Leopoldo a unas cuantas cervezas y lo convenzo para que use su influencia local para conseguirnos plaza en el tren de carga de Santa María a Ollantaytambo.
—No hay problema, compadre,—responde.— ¡El jefe de la estación es mi pata!
De hecho, esta es una buena noticia. A las 18: 30h, con dos caballos agotados, cruzo el puente de Chuquichaca y entro en Chaullay. En la estación de Santa María, a media legua de distancia, me informan de que el último tren partió a las 16: 00h y no a las 20: 00h, como me había asegurado Leopoldo. Me instalo en una choza cerca de la estación y suelto a los pobres caballos para que se alimenten como puedan. Estoy muy cansado, pero disfruto de la velada con una docena de niños del lugar, chicos encantadores que hacen mucho por levantarme los ánimos con sus canciones. Paso la noche en la choza alimentando la insaciable sed de sangre de los insectos mientras escucho a la lluvia en el techo de hojalata, agradecido por la protección que ofrece. Mañana estaremos en el tren, ¡camino a casa!
Jueves, 1 de noviembre — día 19
Todos Santos: Día de los inocentes
A primera hora encuentro al Jefe de estación en su despacho matando moscas, oscuros anillos de sudor bajo cada axila. Me informa que llevar a los caballos en el tren está fuera de discusión hasta la próxima semana. También me quiere cobrar una suma indignante por el ‘servicio’ y tengo la sensación de que la supuesta influencia de Leopoldo ha sido muy exagerada. Al rato, un despreocupado Leopoldo aparece en la estación camino al Cuzco, con los vaqueros acampanados bien planchados, el cabello perfectamente engominado, la raya recta como una regla, y recuerdo como los vecinos ponían cara de circunstancia cada vez que él hablaba. Quizás fue sólo una inocentada, pero estoy empezando a sospechar que está tan loco como me dijeron que estaba.
Regreso a Chaullay, donde espero contratar a un conductor con un camión vacío dispuesto a llevarnos al otro lado del paso por un a precio razonable. Pero después de veinte minutos parado bajo una lluvia torrencial delante del depósito de camiones, me rindo. Parece ser que hoy no salen camiones para el Cuzco. De vuelta a Santa María, ensillo los caballos y salimos, subiendo por el valle de Lucumayo a buen ritmo hasta llegar a Huayopata, donde paramos para desayunar. La joven que sirve el café es de Taray y me reconoce del pueblo. Siento una punzada aguda de nostalgia.
Continuamos por el valle hasta Incatambo, donde un amable señor me sirve sopa y té. Subo el espolón en el borde del barranco para echarle otro vistazo a la ruina. Es una sola casa de la misma calidad que Yanamancha. Un poco más abajo, observo las ruinas de más edificios que, bajo la lluvia, me resisto a explorar. Su tamaño íntimo sugiere que era simplemente una parada a lo largo del Camino Inca, probablemente un tambo ofreciendo descanso a los chasquis que corrían de un extremo del Imperio al otro con sus quipus. Más arriba llegamos a Huamanpata (colina del halcón), la antigua granja abandonada cerca de Alfamayo, donde nos detuvimos en el viaje de ida.
Dejo que los caballos pasten en hierba hasta las rodillas y están encantados. Me asombra la memoria de los caballos. A lo largo de todo el viaje han demostrado una inteligencia notable. Realmente son animales extraordinarios. Descansaremos aquí hasta mañana y el sábado cruzaremos la cima del paso y bajaremos a Tanccac, para luego llegar a Huayracc Puncco. En los últimos dos días, los caballos han viajado por lo menos veintiséis leguas: doce de Santa María a Alfamayo y catorce desde el final del camino a Chaullay, casi 150 kilómetros. Todos estamos bastante cansados y, si no comen en exceso, este descanso les servirá para recuperar fuerza.
Viernes, 2 de noviembre — día 20
Esta mañana, los caballos se ven bien alimentados y descansados, aunque Q’orisumac está cubierto de picaduras de insectos, al menos espero que sean picaduras de insectos. Me han dicho que todo el ganado que se ha traído aquí ha muerto y este lugar me da una sensación incómoda. El cielo está cargado de nubes que se despejan al mediodía mientras lavo mi ropa en el arroyo. Por la tarde, cabalgo a Alfamayo para tomarme un churrasco montado y una cerveza en el pequeño restaurante al lado del control de la policía.
De vuelta en el campamento al atardecer, vuelvo a leer el libro de Hemming mientras una violenta tormenta desciende desde las alturas. De las lejanas montañas resonaban truenos que ensordecían el ruido constante de la lluvia.
Sábado, 3 de noviembre — día 21
Los dioses están con nosotros. Hace una mañana hermosa y el azul claro del cielo sobre el nevado Verónica ofrece una vista acogedora. Desmonto la tienda, empaco y preparo los caballos y regreso a Alfamayo para desayunar. Los señores Zamora, quienes conocí en el camino, me sirven una generosa porción de lechón con tamales y café en su pequeño restaurante. Tras una agradable hora de charla admirando las magníficas vistas de los nevados brillando bajo el sol me despido y continuamos el viaje.
Después de cabalgar varias leguas, calculo que nos encontramos sobre la zona donde ocurrieron los huaycos y abandonamos la carretera para tomar el antiguo camino inca que sigue la orilla del río Lucumayo. Aunque empinado y resbaladizo, esta via ofrece una línea recta al paso y podemos así evitar las curvas de la carretera que sube a San Luis y continúa sobre la cresta. A media tarde llegamos a Canchayoc, un grupo de casas pobres que se aferran a la ladera de la montaña. Me saluda amistosamente el campesino que nos recuerda de hace tres semanas y compartimos una botella de cerveza. Alentado por mis humildes esfuerzos por hablar quechua, saca una botella de oporto que obviamente guardada para ocasiones especiales. No es bebible. Le pregunto cómo llegar al paso y me asegura que es una subida fácil:
—¡Pura pampa, fácil no más!
Animado, le agradezco su hospitalidad y vuelvo a montar. Continuamos hasta el pequeño puente que cruza el Lucumayo y subimos por el otro lado del barranco en dirección del paso de Panticalle. Ante nosotros hay un ascenso muy empinado sobre una escarpada puna. Todo rastro del sendero ha desaparecido en la escasa vegetación y los caballos a duras penas luchan por avanzar en el aire enrarecido. Las afirmaciones del hombre de Canchayoc eran tonterías: la escalada es muy, muy empinada. Llegamos a la cima unas horas después y me doy cuenta de que todavía estamos muy lejos del paso. Ahora entiendo el significado de ‘estar de capa caída’.
Desde valle sube una neblina espesa y de repente pierdo toda visibilidad. En un silencio espectral escalamos ciegos; lo que único que se oye es el sonido del viento silbando entre el ichu y el jadeo de los caballos. En este misterioso vacío subimos durante horas, con la sola esperanza de estar en el camino correcto, cuando de repente una apacheta emerge de la niebla. Es un montículo sagrado de piedras depositadas por generaciones de caminantes en honor de la Pachamama y los apus, antiguos guardianes de viajeros, y sé que hemos coronado la cima. Comenzamos nuestro descenso hacia Tanccac y el Valle Sagrado y la niebla comienza a aclarar, revelando un paisaje cada vez más hermoso bajo un sol desvaneciente. Los imponentes nevados, ahora con los últimos rayos del sol, lucen un dorado apagado y parecen seguirnos por el valle. Pasamos por las silenciosas ruinas de terrazas incas, casas y depósitos de grano hasta que finalmente llegamos a la pequeña aldea de Piñas.
El sol se ha puesto detrás de las montañas y está oscureciendo. Tras doce horas seguidas de camino estoy muy cansado. Una familia de indios nos ofrece alojamiento y, agradeciéndoles su hospitalidad, ato los caballos pensando que finalmente aprenderé si se quitan sus numerosas capas de ropa para la noche.
Entro en la casa. No hay ventanas, la luz solo puede entrar por la puerta de hojalata que generalmente se mantiene cerrada. Las paredes de barro del interior están muy sucias por el humo y tardo unos minutos en acostumbrarme a la penumbra de una solitaria vela. En un extremo está el hogar-cocina. No tiene chimenea. El humo solo puede salir a través de la paja del techo. Debajo de un par de estantes fijados a la pared, unos bancos rodean el hogar. En una estantería hay un retrato de San Martín de Porras con una galleta colocada cuidadosamente delante del cuadro, como una ofrenda. Al lado, hay otro estante, con un viejo transistor de pilas. En el otro extremo de la habitación encuentro una cama cubierta con mantas y muchas pieles de oveja. Apoyada contra el poste de la cama hay una chaquitaccla y de un gancho en la pared cuelga una lámpara de queroseno, apagada. Bajo sacos apilados, dos niños duermen en el suelo, rodeados de gallinas y sus polluelos. Sucios cuys, pequeños conejillos de indias, corretean sobre el piso de tierra, buscando comida con el gato y el perro.
Dos parejas comparten una habitación y media en la oscuridad, una anciana y un surtido de niños. Ninguno de ellos habla español, pero son afectuosos y hospitalarios. Les doy todas las patatas, cebollas y el arroz que llevo y les invito a todos a compartir mi tarro de Nescafé. La alegría que demuestran al beberlo me hace sospechar que nunca lo han probado. Después, todos nos acomodamos para la noche, agrupados bajo nuestros mantos. Observo que las damas duermen con todas sus prendas puestas.
Lunes, 4 de noviembre — día 22
Despierto al amanecer y ensillo los caballos. Seguimos el camino hasta Huayracc Puncco, donde el propietario me recibe con una cálida bienvenida y recuerda mi visita anterior. Me invita a un café y le da a los caballos alfalfa y chala. Después de una agradable charla, subo a Ollantaytambo y tomo una habitación en la posada con espacio en el corral para los caballos. El posadero me vende un tercio de alfalfa y llevo los caballos al herrero, que les da a los dos brillantes herraduras nuevas.
Por la noche me encuentro con mi viejo amigo Blas, un jesuita español que dirige una ONG. Ha creado una cooperativa de tejedores en las tierras altas y opera una escuela para madres analfabetas. A lo largo de los años hemos disfrutado de largas conversaciones filosóficas y esta vez me involucra en una discusión metafísica sobre la Verdad y la Realización. Pero encuentro que me faltan las palabras. Tal vez tantos días de soledad con poca interacción humana han atrofiado mi capacidad para articular pensamientos coherentes. O tal vez es simplemente que el efecto del peso de tanta historia ha cambiado mi perspectiva y ha hecho que todo lo demás parezca insignificante.
Es fácil pensar en la conquista en términos de moralidad. Los conquistadores españoles fueron ciertamente brutales en su trato con los incas. Sin embargo, uno debe recordar que los incas también construyeron su imperio con tácticas que solo pueden describirse como salvajes. En 1532, cuando Pizarro llegó a Cajamarca, solo habían transcurrido cuarenta años desde que el rey Boabdil les entregara las llaves de Granada a los Reyes Católicos, terminando así con la Reconquista, una cruzada para arrebatarles a los moros la península ibérica que duró setecientos años. También ese año, Colón abrió a la exploración y explotación todo un mundo allende el Atlántico y, con espíritu de conquista e impulsados por la adrenalina, muchos hidalgos, endurecidos por batallas y empobrecidos tras años de lucha, vieron en el Nuevo Mundo una fuente de riqueza y distinción con oportunidades de conquista y riquezas disponibles para cualquiera que pudiera pagarse el pasaje. Además, una iglesia católica, ansiosa por convertir a paganos distantes, les proporcionaba a estos hombres pretextos para el saqueo, justificando su comportamiento como haciendo la obra de Dios.
Cabe señalar que ni Pizarro en el Perú, ni Cortés en México hubieran podido lograr lo que hicieron sin la inestimable asistencia de las tribus recientemente subyugadas, ansiosas por deshacerse de un maestro severo a cambio de otro. Su apoyo no solo fortaleció las filas de las tropas invasoras con hombres, sino que también les proporcionó a los comandantes españoles inteligencia crítica sobre la organización política, las intrigas palaciegas y el movimiento de las tropas nativas. De modo que la Conquista solo se puede ver a través de un prisma darwiniano, el resultado inevitable de una evolución dialéctica donde los fuertes suplantan a los débiles. Lamentablemente, la moralidad no entra en la ecuación. Si le echamos un vistazo lineal a la Historia, descubrimos que a lo largo de los siglos los imperios se han levantado a través de la conquista, para hundirse con el tiempo bajo el peso de la corrupción, la ineptitud y el mestizaje, y a su vez, alimentar a nuevos invasores hambrientos de un imperio propio. Las trágicas muertes de Atahualpa, Manco Inca, Sayri Tupac, Titu Cusi y Tupac Amaru fueron simplemente las últimas fichas de dominó al final de la partida. Sus asesinos, Pizarro y Almagro también sufrieron muertes violentas, y la época colonial que introdujeron cambió para siempre las poblaciones andinas.
Pero el espíritu de los incas pervive en las silenciosas ciudadelas que surgen de las ruinas en las laderas de las montañas, en el idioma quechua que todavía hablan millones de personas y en las ceremonias de la Pachamama celebradas cada año a través de esta vasta región, Sus descendientes se mezclaron con los españoles para formar la cultura mestiza que vive hoy en la Llanura Sagrada, trabajando en agricultura y minería de la misma manera que lo han hecho durante siglos. Con estos y otros pensamientos dando vueltas, vuelvo a mi habitación y me instalo para pasar la noche. ¡Qué lujo poder dormir entre sábanas otra vez!
Mañana, ¡Urubamba!
Martes, 6 de noviembre — día 23
Me levanto temprano y voy a la ‘Pensión Bahía’ a desayunar. En el patio me encuentro con Blas y su compañero Andrés, disfrutando de un desayuno de huevos fritos con tostadas al aire libre. Mientras se toman el café, me informan que más tarde esta misma mañana conducirán su camioneta por el valle hasta P’isaq y les pregunto si pueden llevar mi carga a Taray. Con el segundo caballo libre de tener que llevar peso, puedo viajar los sesenta kilómetros a Taray en un solo día, cambiando de caballo cuando uno de ellos se canse.
Consienten con entusiasmo y después del desayuno metemos la carga de Q’orisumac en la camioneta.
Los veo alejarse y ensillo a Cariblanco para el largo trecho a casa.
EPÍLOGO
En 1974, Vilcabamba había sido visitada por relativamente pocas personas del exterior. En ese momento yo llevaba un par de años viviendo en el Perú, estudiando la arqueología y la historia de los incas. Mis lecturas me habían llevado de las crónicas contemporáneas de Cieza de León, Guamán Poma de Ayala y el Inca Garcilaso de la Vega hasta los escritos del siglo XIX de Sir Clements Markham y William Prescott. El libro de Prescott de 1847 era fascinante, pero el autor ciego nunca había dejado su Massachusetts natal. No obstante, ansioso por leer estudios más recientes, recurrí al Manual de Arqueología del Perú de Kaufmann Doig y al perspicaz libro de John Rowe sobre la cultura inca en el Handbook of South American Indians.
Luego leí sobre los exploradores. Hiram Bingham visitó Vilcabamba en 1911 en una expedición bien financiada por la Universidad de Yale para buscar la ciudad perdida de los incas, encontrando, de manera bastante fortuita, la ciudad oculta de Machu Picchu, la joya de la corona de la industria turística peruana. Bingham luego se dirigió a las pantanosas tierras bajas de Espiritu Pampa, pero entre las piedras ocultas por la maleza encontró poco para convencerlo de que era la mítica Vilcabamba la Vieja. En 1964, Espiritu Pampa fue visitado nuevamente, esta vez por el explorador Gene Savoy, justificadamente acreditado por ser el que definitivamente identificó Espiritu Pampa como Vilcabamba la Vieja, la última capital de los incas.
Leer sobre la expedición de Hiram Bingham y los viajes de Gene Savoy a Vilcabamba ciertamente despertaron mi interés, pero fue la excelente Historia de la conquista de los Incas de John Hemming, publicada en 1970, que dio vida a los actores del acto final de la conquista con un detalle tan convincente lo que finalmente me impulsó a emprender el viaje. Solo habían transcurrido diez años desde la expedición de Savoy y, considerando los rápidos cambios que se estaban produciendo en el país, sabía que tenía que ver Vilcabamba ahora, antes de que desapareciera para siempre.
Lamentablemente, inicié el viaje demasiado tarde en el año, cuando comenzaban las lluvias de verano y el tiempo hacía difícil viajar. Sin embargo, las tres semanas que pasé allí me permitieron conocer un estilo de vida que estaba desapareciendo irremediablemente. Los trenes de mula todavía llevaban productos a mercados a lo largo de senderos estrechos; los métodos e implementos agrícolas se mantenían sin cambios desde la época de los incas; las carreteras para el tráfico de vehículos aún no se habían construido, y el turismo masivo y las aerolíneas de bajo coste aún no habían cambiado la faz de las ciudades. Lo más importante es que regresé de la Llanura Sagrada afectado por el recuerdo perdurable de personas de fácil gracia y cálida hospitalidad que me recibieron en sus hogares y me dejaron con los recuerdos más preciados de un lugar hermoso, perdido en el tiempo.
Como es predecible, Vilcabamba ha visto grandes cambios en los años transcurridos. Una vez tardé una semana en viajar de Taray a Chuquichaca. Ahora un taxi lleva a turistas desde el Cuzco a Vitcos por 28 dólares en seis horas. Las compañías de trekking ofrecen tours a todos los sitios incas de Vilcabamba, completos con porteadores y comidas preparadas. El paso hacia la nieve que subí dos veces ahora tiene una carretera que ofrece a los turistas vistas de paisajes espectaculares (todos publicados en Pinterest) y el río Lucumayo es transitado por kayakistas. Incluso hay una agencia que lleva a los ciclistas a la cima del paso para que se desplacen cuesta abajo hasta Chaullay sin esfuerzo, y el Valle Sagrado está lleno de resorts y hotelitos de moda. Todos estos cambios los he recogido en Google. Aún así, incapaz de ralentizar el inexorable progreso del tiempo, solo puedo estar agradecido por la oportunidad que tuve, hace tantos años, de visitar un lugar donde el tiempo una vez se detuvo.
RUTA TOMADA
El viaje de tres semanas a Vilcabamba y de regreso desde Urpihuaylla (Taray) cubrió una distancia estimada de 500 kilómetros. El clima varió, desde el Valle Sagrado subtropical (2900 msnm) hasta el Paso Panticalle (4321 msnm), hasta la ceja de selva tropical de Chaullay (1200 msnm). Vitcos y Yurak Rumi se encuentran a una elevación de 2764 msnm.
CRONOLOGÍA DE LA CONQUISTA
16 de noviembre de 1532: Pizarro captura a Atahualpa en Cajamarca.
17 de junio – 16 de julio de 1533: Distribución de plata y oro en Cajamarca.
26 de julio de 1533: Ejecución de Atahualpa.
15 de noviembre de 1533: Pizarro entra en el Cuzco.
Diciembre 1533: Coronación de Manco Inca.
6 de enero de 1535: Fundación de Ciudad de los Reyes (Lima) por Pizarro.
12 de junio de 1535: Acuerdo entre Pizarro y Almagro.
3 de julio de 1535: Almagro parte hacia Chile.
Oct – Nov 1535: Manco Inca intenta huir pero es encarcelado
6 de mayo de 1536: las fuerzas de Manco atacan y prenden fuego a la ciudad.
Finales de mayo de 1536: Juan Pizarro fue asesinado durante la recaptura de Sacsahuaman.
18 de abril de 1537: Almagro se apodera de Cuzco de Hernando Pizarro.
Mediados de julio de 1537: Rodrigo Ordóñez persigue a Manco a Vitcos.
26 de abril de 1538: Batalla de Las Salinas: Hernando Pizarro derrota a Almagro.
8 de julio de 1538: Hernando Pizarro ejecuta Almagro.
Abril – julio 1539: Vilcabamba invadida por Gonzalo Pizarro; Batalla de Chuquillusca.
26 de julio de 1541: Francisco Pizarro asesinado por partidarios de Almagro. Mediados de 1544: Manco Inca asesinado por Diego Méndez y renegados.
Julio a agosto de 1548: negociaciones entre los regentes de Gasca y Sayri Tupac.
7 de octubre de 1557: Sayri Tupac abandona Vilcabamba luego de meses de negociaciones.
1561: Muerte de Sayri Tupac en Yucay; Titu Cusi coronado en Vilcabamba.
9 de julio de 1567: Titu Cusi realiza un acto de sumisión a España en Vilcabamba.
Agosto 1568: Titu Cusi se bautiza en Huarancalla.
Enero a febrero de 1570: los frailes García y Ortiz visitan Vilcabamba.
Marzo de 1570: los frailes queman Chuquipalta (Yurak Rumi); García expulsado.
Mayo 1571: Muerte de Titu Cusi, acceso de Tupac Amaru.
Marzo de 1572: los capitanes incas matan al enviado Atilano de Anaya.
14 de abril de 1572: el virrey Toledo declara la guerra a Vilcabamba.
1 de junio de 1572: batalla de Coyaochaca.
24 de junio de 1572: Ciudad de Vilcabamba ocupada por Hurtado de Arbieto.
24 de septiembre de 1572: Tupac Amaru ejecutado en Cuzco.
Mapa y cronograma extraídos del libro de John Hemming, “La conquista de los incas”, Harcourt Brace Jovanovich, Inc., Nueva York, 1970